René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos
Las etapas de la acción antitradicional
Después de las consideraciones que hemos expuesto y de los ejemplos que hemos dado hasta aquí, se podrá comprender mejor en qué consisten exactamente, de una manera general, las etapas de la acción antitradicional que verdaderamente ha «hecho» el mundo moderno como tal; pero, ante todo, es menester darse cuenta bien de que, puesto que toda acción efectiva supone necesariamente agentes, ésta acción no puede ser, como tampoco ninguna otra, una suerte de producción espontánea y «fortuita», y de que, al ejercerse especialmente en el dominio humano, debe implicar forzosamente la intervención de agentes humanos. El hecho de que esta acción concuerda con los caracteres propios del periodo cíclico donde se ha producido, explica que haya sido posible y que haya triunfado, pero no basta para explicar la manera en que ha sido realizada y no indica los medios que han sido puestos en obra para llegar a ello. Por lo demás, para convencerse de ello, basta reflexionar un poco en esto: las influencias espirituales mismas, en toda organización tradicional, actúan siempre por la intermediación de seres humanos, que son los representantes autorizados de la tradición, aunque ésta sea realmente «suprahumana» en su esencia; con mayor razón debe ser así en un caso donde no entran en juego más que influencias psíquicas, e incluso del orden más inferior, es decir, todo lo contrario de un poder transcendente en relación a nuestro mundo, sin contar con que el carácter de «contrahechura» que se manifiesta por todas partes en este dominio, y sobre el que tendremos que volver todavía, exige aún más rigurosamente que ello sea así. Por otra parte, como la iniciación bajo cualquier forma que se presente, es lo que encarna verdaderamente el «espíritu» de una tradición, y también lo que permite la realización efectiva de los estados «suprahumanos», es evidente que es a ella a lo que debe oponerse más directamente (en la medida, no obstante, en que una tal oposición es concebible) aquello de lo que se trata aquí, y que tiende al contrario, por todos los medios, a arrastrar a los hombres hacia lo «infrahumano»; así el término de «contrainiciación» es el que conviene mejor para designar aquello a lo que se vinculan, en su conjunto y a grados diversos (ya que, como en la iniciación, en eso hay también forzosamente grados), los agentes humanos por los cuales se cumple la acción antitradicional; y eso no es una simple denominación convencional empleada para hablar más cómodamente de lo que no tiene verdaderamente ningún nombre, sino más bien una expresión que corresponde tan exactamente como es posible a realidades muy precisas.
Es bastante destacable que, en todo el conjunto de lo que constituye propiamente la civilización moderna, cualquiera que sea el punto de vista desde el que se la considere, siempre se haya podido constatar que todo aparece como cada vez más artificial, desnaturalizado y falsificado; por lo demás, muchos de aquellos que hacen hoy día la crítica de esta civilización están asombrados por ello, incluso cuando no saben ir más lejos y cuando no tienen la menor sospecha de lo que se oculta en realidad detrás de todo eso. No obstante, bastaría, nos parece, un poco de lógica para decirse que, si todo ha devenido así artificial, la mentalidad misma a la que corresponde este estado de cosas no debe serlo menos que lo demás, que ella también debe ser «fabricada» y no espontánea; y, desde que se hubiera hecho esta simple reflexión, ya no se podría dejar de ver como se multiplican por todas partes y casi indefinidamente los indicios concordantes en este sentido; pero es menester creer que es desgraciadamente muy difícil escapar completamente a las «sugestiones» a las que el mundo moderno como tal debe su existencia misma y su duración, ya que aquellos mismos que se declaran más resueltamente «antimodernos» no ven generalmente nada de todo eso, y, por lo demás, es por eso por lo que sus esfuerzos son tan frecuentemente dispensados en pura pérdida y están casi desprovistos de todo alcance real.
La acción antitradicional debía apuntar necesariamente a la vez a cambiar la mentalidad general y a destruir todas las instituciones tradicionales en Occidente, puesto que es ahí donde se ha ejercido primero y directamente, a la espera de poder buscar el extenderse después al mundo entero por medio de los occidentales así preparados para devenir sus instrumentos. Por lo demás, al haber cambiado la mentalidad, las instituciones, que desde entonces ya no se le correspondían, debían por eso mismo ser fácilmente destruidas; así pues, es el trabajo de desviación de la mentalidad el que aparece aquí como verdaderamente fundamental, como aquello de lo que todo el resto depende en cierto modo, y, por consiguiente es sobre esto donde conviene insistir más particularmente. Este trabajo, evidentemente, no podía ser operado de un solo golpe, aunque quizás lo más sorprendente sea la rapidez con la que los occidentales han podido ser conducidos a olvidar todo lo que, en ellos, había estado ligado a la existencia de una civilización tradicional; si se piensa en la incomprehensión total de la que los siglos XVII y XVIII han hecho prueba con respecto a la Edad Media, y eso bajo todos los aspectos, debería ser fácil comprender que un cambio tan completo y tan brusco no ha podido cumplirse de una manera natural y espontánea. Sea como sea, era menester primero reducir en cierto modo al individuo a sí mismo, y esa fue sobre todo, como lo hemos explicado, la obra del racionalismo, que niega al ser la posesión y el uso de toda facultad de orden transcendente; por lo demás, no hay que decir que el racionalismo ha comenzado a actuar antes incluso de recibir ese nombre con su forma más especialmente filosófica, así como lo hemos visto a propósito del Protestantismo; y, por lo demás, el «humanismo» del Renacimiento no era, él mismo, nada más que el precursor directo del racionalismo propiamente dicho, puesto que quien dice «humanismo» dice pretensión de reducir todas las cosas a elementos puramente humanos, y por consiguiente, (de hecho al menos, si no todavía en virtud de una teoría expresamente formulada) exclusión de todo lo que es de orden supraindividual. Era menester después volver enteramente la atención del individuo hacia las cosas exteriores y sensibles, a fin de encerrarle por así decir, no solo en el dominio humano, sino, por una limitación más estrecha todavía, únicamente en el mundo corporal; ese es el punto de partida de toda la ciencia moderna, que, dirigida constantemente en este sentido, debía hacer esta limitación cada vez más efectiva. La constitución de las teorías científicas, o filosófico científicas si se quiere, debió proceder así mismo gradualmente; y (aquí también, tenemos que recordar sumariamente lo que ya hemos expuesto) el mecanicismo preparó directamente la vía al materialismo, que debía marcar, de una manera en cierto modo irremediable, la reducción del horizonte mental al dominio corporal, considerado en adelante como la única «realidad», y, por lo demás, despojado él mismo de todo lo que no podría ser considerado como simplemente «material»; naturalmente, la elaboración de la noción misma de «materia» por los físicos debía desempeñar aquí un papel importante. Desde entonces se había entrado propiamente en el «reino de la cantidad»: la ciencia profana, siempre mecanicista después de Descartes, y devenida más especialmente materialista a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, debía devenir, en sus teorías sucesivas, cada vez más exclusivamente cuantitativa, al mismo tiempo que el materialismo, al insinuarse en la mentalidad general, llegaba a determinar en ella esta actitud, independiente de toda afirmación teórica, pero tanto más difundida y pasada finalmente al estado de una suerte de «instinto», que hemos llamado el «materialismo práctico», y esta actitud misma debía ser reforzada también por las aplicaciones industriales de la ciencia cuantitativa, que tenían como efecto vincular cada vez más completamente a los hombres únicamente a las realizaciones «materiales». El hombre «mecanizaba» todas las cosas, y finalmente llegaba a «mecanizarse» él mismo, cayendo poco a poco en el estado de las falsas «unidades» numéricas perdidas en la uniformidad y en la indistinción de la «masa», es decir, en definitiva en la multiplicidad; eso es, ciertamente, el triunfo más completo que se pueda imaginar de la cantidad sobre la cualidad.
No obstante, al mismo tiempo que se proseguía este trabajo de «materialización» y de «cuantificación», que por lo demás no está todavía acabado y que ni siquiera puede estarlo nunca, puesto que la reducción total a la cantidad pura es irrealizable en la manifestación, otro trabajo, contrario solo en apariencia, ya había comenzado, y eso, recordémoslo, desde la aparición misma del materialismo propiamente dicho. Esta segunda parte de la acción antitradicional debía tender, ya no a la «solidificación», sino a la disolución; pero, muy lejos de contrariar a la primera tendencia, la que se caracteriza por la reducción a lo cuantitativo, debía ayudarla cuando el máximo de «solidificación» posible hubiera sido alcanzado, y cuando esta tendencia, al haber rebasado su primera meta de querer llegar hasta reducir lo continuo a lo discontinuo, hubiera devenido ella misma una tendencia hacia la disolución. Así, es en este momento cuando este segundo trabajo, que primeramente no se había efectuado, a título de preparación, más que de una manera más o menos oculta y en todo caso en unos medios restringidos, debía aparecer a la luz y tomar a su vez un alcance cada vez más general, al mismo tiempo que la ciencia cuantitativa misma devenía menos estrictamente materialista, en el sentido propio de la palabra, y acababa incluso por cesar de apoyarse sobre la noción de «materia», vuelta cada vez más inconsistente y «huidiza» a consecuencia mismo de sus elaboraciones teóricas. Es éste el estado donde nos encontramos ahora: el materialismo ya no hace más que sobrevivirse a sí mismo, y sin duda puede sobrevivirse más o menos tiempo todavía, sobre todo en tanto que «materialismo práctico»; pero, en todo caso, en adelante ha dejado de desempeñar el papel principal de la acción antitradicional.
Después de haber cerrado el mundo corporal tan completamente como es posible, era menester, al tiempo que no se permitía el restablecimiento de ninguna comunicación con los dominios superiores, abrirle por abajo, a fin de hacer penetrar en él a las fuerzas disolventes y destructivas del dominio sutil inferior; así pues, es el «desencadenamiento» de estas fuerzas, se podría decir; y su puesta en obra para acabar la desviación de nuestro mundo y llevarle efectivamente hacia la disolución final, lo que constituye esta segunda parte o esta segunda fase de la que acabamos de hablar. En efecto, se puede decir que hay dos fases distintas, aunque hayan sido en parte simultáneas, ya que, en el «plan» de conjunto de la desviación moderna, se siguen lógicamente y no tienen su pleno efecto sino sucesivamente; por lo demás, desde que el materialismo estuvo constituido, la primera parte estaba en cierto modo virtualmente completa y ya no tenía más que desenvolverse por el desarrollo de lo que estaba implicado en el materialismo mismo; y es precisamente entonces cuando comenzó la preparación de la segunda, de la cual todavía no se han visto actualmente más que los primeros efectos, pero, no obstante, efectos ya lo suficientemente aparentes para permitir prever lo que seguirá, y para que se pueda decir, sin ninguna exageración, que es este segundo aspecto de la acción antitradicional el que, desde ahora, pasa verdaderamente al primer plano en los designios de lo que hemos llamado primero colectivamente como el «adversario», y que, con mayor precisión, podemos nombrar la «contrainiciación».