Guénon — Introdução Geral ao Estudo das Doutrinas Hindus — Simbolismo e antropomorfismo
CAPÍTULO VII — Simbolismo y antropomorfismo
El nombre de «simbolismo», en su acepción más general, puede aplicarse a toda expresión formal de una doctrina, expresión verbal tanto como figurada: la palabra no puede tener otra función ni otra razón de ser que simbolizar la idea, es decir, en suma, dar de ella, en la medida de lo posible, una representación sensible, por lo demás puramente analógica. Así comprendido, el simbolismo, que no es más que el uso de formas o imágenes constituidas como signos de ideas o de cosas suprasensibles, y del que el lenguaje es un simple caso particular, es evidentemente natural al espíritu humano, y por tanto necesario y espontáneo. Es también, en un sentido más restringido, un simbolismo intencional, premeditado, que cristaliza en cierto modo en representaciones figurativas las enseñanzas de la doctrina; y por lo demás, entre uno y otro, no hay, a decir verdad, límites precisos, ya que es muy cierto que la escritura, en su origen, fue por todas partes ideográfica, es decir, esencialmente simbólica, incluso en esta segunda acepción, aunque no sea apenas más que en China donde siempre lo ha seguido siendo de una manera exclusiva. Sea como sea, el simbolismo, tal como se entiende más ordinariamente, es de un empleo mucho más constante en la expresión del pensamiento oriental que en la del pensamiento occidental; y eso se comprende fácilmente si se piensa que es un medio de expresión menos estrechamente limitado que el lenguaje usual: puesto que sugiere más de lo que expresa, es el soporte más apropiado para posibilidades de concepciones que las palabras no podrían permitir alcanzar. Así pues, este simbolismo, en el que la indefinidad conceptual no es exclusiva de un rigor completamente matemático, y que concilia así exigencias en apariencia contrarias, es, si se puede decir, el lenguaje metafísico por excelencia; y, por lo demás, símbolos primitivamente metafísicos han podido, por un proceso de adaptación secundaria paralelo al de la doctrina misma, devenir ulteriormente símbolos religiosos. Los ritos, concretamente, tienen un carácter eminentemente simbólico, a cualquier dominio que se vinculen, y la transposición metafísica es siempre posible para la significación de los ritos religiosos, así como para la doctrina teológica a la que están ligados; incluso para los ritos simplemente sociales, si se quiere buscar su razón profunda, es menester remontar del orden de las aplicaciones, donde residen sus condiciones inmediatas, al orden de los principios, es decir, a la fuente tradicional, metafísica en su esencia. Por lo demás, no pretendemos decir que los ritos no sean más que puros símbolos; son eso sin duda, y no pueden no serlo, bajo pena de estar totalmente vacíos de sentido, pero al mismo tiempo debe concebírselos como poseyendo en sí mismos una eficacia propia, en tanto que medios de realización que actúan en vista del fin al que están adaptados y subordinados. Esa es evidentemente, sobre el plano religioso, la concepción católica de la virtud del «sacramento»; es también, metafísicamente, el principio de algunas vías de realización de las que diremos algunas palabras después, y es lo que nos ha permitido hablar de ritos propiamente metafísicos. Además, se podría decir que todo símbolo, en tanto que debe servir esencialmente de soporte a una concepción, tiene también una eficacia muy real; y el sacramento religioso mismo, en tanto que es un signo sensible, tiene precisamente este mismo papel de soporte para la «influencia espiritual» que hará de él el instrumento de una regeneración psíquica inmediata o diferida, de una manera análoga a aquella en la que las potencialidades incluidas en el símbolo pueden suscitar una concepción efectiva o sólo virtual, en razón de la capacidad receptiva de cada uno. Bajo esta relación, el rito es también un caso particular del símbolo: es, se podría decir, un símbolo «actuado», pero a condición de ver en el símbolo todo lo que es realmente, y no sólo su exterioridad contingente: ahí, como en el estudio de los textos, es menester saber ir más allá de la «letra» para desprender el «espíritu». Ahora bien, es eso precisamente lo que no hacen ordinariamente los occidentales: los errores de interpretación de los orientalistas proporcionan aquí un ejemplo característico, ya que consisten bastante comúnmente en desnaturalizar los símbolos estudiados de la misma manera que la mentalidad occidental, en su generalidad, desnaturaliza espontáneamente a aquellos que encuentra a su alcance.
El predominio de las facultades sensibles e imaginativas es aquí la causa determinante del error: tomar el símbolo mismo por lo que representa, por incapacidad de elevarse hasta su significación puramente intelectual, tal es, en el fondo, la confusión en la que reside la raíz de toda «idolatría» en el sentido propio de esta palabra, ese que el islamismo le da de una manera particularmente clara. Cuando ya no se ve del símbolo más que su forma exterior, su razón de ser y su eficacia actual han desaparecido igualmente; el símbolo ya no es más que un «ídolo», es decir, una imagen vana, y su conservación no es más que «superstición» pura, en tanto no se encuentre a nadie cuya comprehensión sea capaz, parcial o integralmente, de restituirle de manera efectiva lo que ha perdido, o al menos lo que ya no contiene más que en el estado de posibilidad latente. Este caso es el de los vestigios que deja tras de sí toda tradición cuyo verdadero sentido ha caído en el olvido, y especialmente el de toda religión que la común incomprehensión de sus adherentes reduce a un simple formalismo exterior; ya hemos citado el ejemplo más llamativo quizás de esta degeneración, el de la religión griega. Es también en los griegos donde se encuentra, en su más alto grado, una tendencia que aparece como inseparable de la «idolatría» y de la materialización de los símbolos, la tendencia al antropomorfismo: los griegos no concebían a sus dioses como representando algunos principios, sino que se los figuraban verdaderamente como seres con forma humana, dotados de sentimientos humanos, y que actuaban a la manera de los hombres; y estos dioses, para ellos, ya no tenían nada que pudiera ser distinguido de la forma en que la poesía y el arte les habían revestido, no eran literalmente nada fuera de esa forma misma. Sólo una antropomorfización tan completa podía dar pretexto a lo que se ha llamado, según el nombre de su inventor, el «evemerismo», es decir, la teoría según la cual los dioses no habrían sido en el origen más que hombres ilustres; ciertamente, no se podría ir más lejos en el sentido de una incomprehensión grosera, más grosera aún que la de algunos modernos que no quieren ver en los símbolos antiguos más que una representación o una tentativa de explicación de diversos fenómenos naturales, interpretación cuyo tipo más conocido es la famosa teoría del «mito solar». El «mito», como el «ídolo», no ha sido nunca más que un símbolo incomprendido: uno es en el orden verbal lo que el otro es en el orden figurativo; en los griegos la poesía produjo el primero y el arte produjo el segundo; pero, en los pueblos para quienes, como los orientales, el naturalismo y el antropomorfismo son igualmente extraños, ni el uno ni el otro podían tomar nacimiento, y no pudieron hacerlo en efecto más que en la imaginación de los occidentales que quisieron hacerse los interpretes de lo que no comprendían de ninguna manera. La interpretación naturalista invierte propiamente las relaciones: un fenómeno natural puede, lo mismo que no importa qué en el orden sensible, ser tomado para simbolizar una idea o un principio, y el símbolo no tiene sentido ni razón de ser sino en tanto que es de un orden inferior a lo que es simbolizado. Del mismo modo, es sin duda una tendencia general y natural al hombre utilizar la forma humana en el simbolismo; pero eso, que no se presta en sí mismo a más objeciones que el empleo de un esquema geométrico o de cualquier otro modo de representación, no constituye en modo alguno el antropomorfismo, en tanto que el hombre no se engañe con la figuración que ha adoptado. En China y en la India, no hubo nunca nada análogo a lo que se produjo en Grecia, y los símbolos de figura humana, aunque de un uso corriente, allí no devinieron nunca «ídolos»; y, a este propósito, aún se puede notar hasta qué punto el simbolismo se opone a la concepción occidental del arte: nada es menos simbólico que el arte griego, y nada lo es más que las artes orientales; pero allí donde el arte no es en suma más que un medio de expresión y como un vehículo de algunas concepciones intelectuales, no podría considerarse evidentemente como un fin en sí mismo, lo que no puede ocurrir más que en los pueblos donde predomina la sentimentalidad. Únicamente en esos mismos pueblos el antropomorfismo es natural, y hay que destacar que, por la misma razón, se trata de los mismos pueblos donde ha podido constituirse el punto de vista propiamente religioso; pero, por lo demás, la religión siempre se ha esforzado en ellos en reaccionar contra la tendencia antropomórfica y en combatirla en principio, aunque su concepción más o menos falseada, en el espíritu popular, contribuyera a veces al contrario a desarrollarla de hecho. Los pueblos llamados semíticos, como los judíos y los árabes, son vecinos bajo este aspecto de los pueblos occidentales: en efecto, no podría haber otra razón para la prohibición de los símbolos de figura humana, común al judaísmo y al islamismo, pero con la restricción de que, en este último, no fue aplicada nunca rigurosamente en los persas, para quienes el uso de tales símbolos ofrecía menos peligros, porque, al ser más orientales que los árabes, y, por lo demás, de una raza completamente diferente, estaban mucho menos inclinados al antropomorfismo.
Estas últimas consideraciones nos conducen directamente a explicarnos sobre la idea de «creación»: esta concepción, que es tan extraña a los orientales, exceptuando los musulmanes, como lo fue también a la antigüedad grecorromana, aparece como específicamente judaica en su origen; la palabra que la designa es latina en su forma, pero no en la acepción que ha recibido con el cristianismo, ya que creare no quería decir primero nada mas que «hacer», sentido que siempre ha permanecido, en sánscrito, el de la raíz verbal kri, que es idéntica a esta palabra; hubo pues ahí un cambio profundo de significación, y este caso es, como ya lo hemos dicho, similar al del término «religión». Es evidentemente del judaísmo de donde la idea de la que se trata ha pasado al cristianismo y al islamismo; y, en cuanto a su razón de ser esencial, es en el fondo la misma que la de la prohibición de los símbolos antropomórficos. En efecto, la tendencia a concebir a Dios como «un ser» más o menos análogo a los seres individuales y particularmente a los seres humanos, debe tener como corolario natural, por todas parte donde existe, la tendencia a atribuirle un papel simplemente «demiúrgico», queremos decir, una acción que se ejerce sobre una materia que se supone exterior a él, lo que es el modo de acción propio de los seres individuales. En estas condiciones, era necesario, para salvaguardar la noción de la unidad, y de la infinitud divina, afirmar expresamente que Dios ha «hecho el mundo de nada», es decir, en suma, de nada que le fuera exterior, la suposición de lo cual tendría por efecto limitarle dando nacimiento a un dualismo radical. La herejía teológica no es aquí mas que la expresión de un sin-sentido metafísico, lo que, por lo demás, es el caso habitual; pero el peligro, inexistente en cuanto a la metafísica pura, devenía muy real desde el punto de vista religioso, porque la absurdidad, bajo esta forma derivada, ya no aparecía inmediatamente. La concepción teológica de la «creación» es una traducción apropiada de la concepción metafísica de la «manifestación universal», y la mejor adaptada a la mentalidad de los pueblos occidentales; pero, por lo demás, no se puede establecer ninguna equivalencia entre estas dos concepciones, desde que, necesariamente, hay entre ellas toda la diferencia de los puntos de vista respectivos a los que se refieren: éste es un nuevo ejemplo que viene en apoyo de lo que hemos expuesto en el capítulo precedente.