Miguel Cruz Hernández — História do pensamento no mundo islâmico [MCHHPMI]
Excertos do Capítulo 39 — O Neoplatonismo místico de Ibn Arabi de Múrcia (1165-1240)
El amor «a lo divino»
El principio motor de toda la vida espiritual lo coloca así Ibn Arabi en el amor a lo divino, para lo cual recurre una vez más a la teoría neoplatónica del amor, desarrollada por los pensadores musulmanes y codificada en al-Andalus por Ibn Hazm. Como la doctrina hazml del amor se popularizó después y dadas las relaciones de Ibn Arabi con algunos discípulos hazmles, nada tiene de extraño que Ibn Arabi, a la hora de explicar el amor divino, recurriese a esta teoría platónica del amor humano, empezando por estudiar los grados del amor, que son: 1.° La simpatía (hawa), que Ibn Arabi identifica con la inclinación amorosa que conduce al brote inmediato del sentimiento de amor, a través de unas palabras, un gesto, un favor, y, sobre todo, por la simple mirada. En el amor divino, la simpatía, nace de la fe en los mandamientos, que hace que los preceptos divinos no sólo sean cumplidos, sino preferidos por el hombre. 2.° El afecto (hubb), que se produce cuando nos damos cuenta de la simpatía y consentimos conscientemente en ella, concentrándonos en el ser amado. En su versión a lo divino, el afecto consiste en preferir a Dios y concentrar en El nuestra atención. 3.° La pasión amorosa (‘isq), que se alcanza cuando se llega a un estado de amor que se ha apoderado totalmente del alma, dirigiéndola exclusivamente hacia el amado y haciéndola ciega para los restantes seres. En el amor divino es desear tan solo la Unión con Dios. 4.° El cariño (wadd) que es el apetito de unión permanente, que cada vez se hace más profundo y duradero. En la versión a lo divino es la permanencia en la unión estática con Dios. Y así, cuando se llega a este grado el apetito amoroso permanece, aunque se modifique el objeto concreto del amor. «Para el amante — escribe Ibn Arabi — el objeto de su amor es un acto volitivo que tiende necesariamente a la unión con tal ser individual determinado, sea el que sea; si es un ser que por su naturaleza puede ser abrazado, el amante ansiará abrazarlo; si es capaz de unión sexual, amará unirse a él en matrimonio; si es capaz de unión de amistad, deseará entablar con él estas relaciones. Pero, en todo caso, su amor tenderá a algo de dicha persona, lo cual no exista en aquel momento, y cabalmente eso que no exista es lo que excita a ir al encuentro de esa persona y a verla. El se imagina que su amor tiende a la persona en sí misma, y no es así, porque si amase a la persona, es decir, si amase la realidad objetiva de esa persona, en sí misma considerada, seríale de todo punto inútil la adhesión del amor a ella, vista de ese modo… Cuando amamos la compañía de una persona, o su conversación, o su trato, o besarla y abrazarla, si al fin llegamos a conseguir eso que amamos, no por eso cesa nuestro amor…, pero el objeto al cual se adhiere (entonces) tu amor, no es aquello que ya has conseguido, sino la duración, la persistencia de eso mismo.»
El amor divino, sin embargo, no es concebido por Ibn Arabi como un simple amor espiritual, ya que en su terminología el amor puede ser espiritual y físico; el primero procura el bien del amado, el segundo el del amante. Pero el amor divino es, al mismo tiempo, espiritual y físico. En tanto que Dios crea voluntariamente, por su condición de Clemente, todo cuanto existe, para mostrar la bondad y belleza de su ser, el Amor de Dios es espiritual. Pero Dios creó también al hombre, para que éste pudiese contemplar la bondad y belleza de Dios en su creación y en Sí mismo y así correspondiese con su amor al divino. En este sentido, el amor de Dios es también físico. Y este Amor de Dios, físico y espiritual, no es nada independiente del Ente Divino, sino un atributo eterno y permanente, causa de la expansión del ser, o sea, de la creación y, por tanto, causa de las cosas buenas y bellas, del hombre mismo y arquetipo del amor del hombre y de todas las criaturas. También el amor a Dios del hombre es al mismo tiempo físico y espiritual; en el primer sentido en cuanto se ama a Dios por los inmensos beneficios de él recibidos, desde la simple existencia a los concretos materiales y espirituales; en el segundo sentido, en cuanto ama a Dios por Dios mismo. «Esta pasión — escribe Asín Palacios — … es del todo espiritual, como su objetivo último y transcendente: Dios. No nace de la concupiscencia, como el amor exclusivamente físico… Absorto y engolfado en su contemplación, ya no siente, ni ve, ni oye, ni habla, ni piensa, ni recuerda, ni desea, ni imagina más que a su Amado. Tamaña absorción amorosa no se concibe sino cuando el amado es
Dios… Dios, además, está presente siempre al alma que lo contempla, y esta presencia continua mantiene e intensifica la total absorción, satisfaciendo la pasión amorosa sin saciar jamás hasta la hartura, pues cuanto más contempla al Amado, más desea que se le manifieste… El amor sexual… elévase a la más alta idealidad, para servir de noble símbolo al amor místico. Con audacia sublime, Ibn Arabi afirma que es Dios quien a todo amante se le manifiesta, bajo el velo de su amada, a la cual no adoraría si en ello no se representase a la divinidad, pues el Creador se nos disfraza, para que le amemos, bajo las apariencias… de todas las amables doncellas cuyos físicos atractivos los poetas cantaron.»
Este amor es el que cantaría Ibn Arabi con los más bellos y atrevidos símbolos, al estilo de las interpretaciones neoplatónicas de los textos de claro sabor erótico del Cantar de los Cantares, en especial en su famoso Intérprete de los Amores. Toda una serie poética de símbolos eróticos, de expresiones carnales, de metáforas más que atrevidas que cantan el más apasionado amor sexual, son interpretados alegóricamente en el comentario del Tesoro de los amantes como símbolos de los misterios del Amor Divino, hasta remontarse a la cumbre mística de la renuncia a los carismas, para amar a Dios por Dios mismo y sólo poseer a Dios por Sí mismo, sin temor de castigo ni esperanza de recompensa, como luego cantarán entre nosotros Santa Teresa y San Juan de la Cruz, o el autor del Soneto a Cristo crucificado:
Son para mí del cielo las delicias
igual que los suplicios del tu infierno:
el amor que me tienes no se amengua
con el castigo, ni lo aumenta el premio.
Todo aquello que Tú de mí prefieras,
eso sólo amaré, tan sólo eso.