René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos
Caín y Abel
La «solidificación» del mundo tiene también, en el orden humano y social, otras consecuencias de las que no hemos hablado hasta aquí: a este respecto, engendra un estado de cosas en el que todo está contado, registrado y reglamentado, lo que, por lo demás, no es, en el fondo, más que otro género de «mecanización»; en nuestra época, es muy fácil constatar por todas partes hechos sintomáticos tales como, por ejemplo, la manía de los censos (que se relaciona directamente con la importancia atribuida a las estadísticas) (NA: Habría mucho que decir sobre las prohibiciones formuladas en algunas tradiciones contra los censos, salvo en algunos casos excepcionales; si se dijera que esas operaciones y todas aquellas de lo que se llama el «estado civil» tienen, entre otros inconvenientes, el de contribuir a abreviar la duración de la vida humana (lo que, por lo demás, es conforme con la marcha misma del ciclo, sobre todo en sus últimos periodos), sin duda sería poco creído, y sin embargo, en algunos países, los campesinos más ignorantes saben muy bien, como un hecho de experiencia corriente, que, si se cuentan con demasiada frecuencia los animales, mueren muchos más que si uno se abstiene de hacerlo; ¡pero, evidentemente, a los ojos de los modernos presuntamente «ilustrados», eso no pueden ser más que «supersticiones»!), y, de una manera general, la multiplicación incesante de las intervenciones administrativas en todas las circunstancias de la vida, intervenciones que deben tener por efecto naturalmente asegurar una uniformidad tan completa como es posible entre los individuos, tanto más cuanto que es en cierto modo un «principio» de toda administración moderna tratar a esos individuos como a simples unidades numéricas todas semejantes entre sí, es decir, actuar como, si por hipótesis, la uniformidad «ideal» estuviera ya realizada, y obligar así a todos los hombres a ajustarse, si se puede decir, a una misma medida «media». Por otra parte, esta reglamentación cada vez más excesiva se encuentra que tiene una consecuencia muy paradójica: es que, mientras que se elogia la rapidez y la facilidad crecientes de las comunicaciones entre los países más alejados, gracias a las invenciones de la industria moderna, al mismo tiempo se establecen todos los obstáculos posibles a la libertad de esas comunicaciones, de suerte que, frecuentemente, es prácticamente imposible pasar de un país a otro, y que, en todo caso, eso ha devenido mucho más difícil hoy día que en los tiempos en los que no existía ningún medio mecánico de transporte. Eso es también un aspecto particular de la «solidificación»: en un tal mundo, ya no hay lugar para los pueblos nómadas que hasta aquí subsistían todavía en condiciones diversas, ya que llegan poco a poco a no encontrar ante ellos ningún espacio libre, y por otra parte se esfuerzan por todos los medios por conducirles a la vida sedentaria (Se pueden citar aquí, como ejemplos particularmente significativos, los proyectos «sionistas» en lo que concierne a los Judíos, y también las tentativas hechas recientemente para fijar a los Bohemios en algunas regiones de Europa oriental.), de suerte que, bajo está relación también, no parece estar muy lejano el momento en que «la rueda cesará de girar»; por añadidura, en esta vida sedentaria, las ciudades, que representan en cierto modo el último grado de la «fijación», toman una importancia preponderante y tienden cada vez más a absorberlo todo (Es menester recordar a este propósito que la «Jerusalem celeste» misma es simbólicamente una «ciudad», lo que muestra que, también ahí, hay lugar a considerar, como lo decíamos más atrás, un doble sentido en la «solidificación».); y es así como, hacia el fin del ciclo, Caín acaba verdaderamente de matar a Abel.
En efecto, en el simbolismo bíblico, Caín es representado ante todo como agricultor, Abel como pastor, y son así los tipos de las dos suertes de pueblos que han existido desde los orígenes de la presente humanidad, o al menos desde que se ha producido en ella una primera diferenciación: los sedentarios, dedicados a la cultura de la tierra; los nómadas, al pastoreo de los rebaños (NA: Se podría agregar que, puesto que Caín es designado como el primogénito, la agricultura parece tener por eso una cierta anterioridad, y, de hecho, Adam mismo, desde antes de la «caída», es representado teniendo como función «cultivar el jardín», lo que se refiere propiamente al predominio del simbolismo vegetal en la figuración del comienzo del ciclo (de donde una «agricultura» simbólica e incluso iniciática, aquella misma que Saturno, en los latinos, se dice que había enseñado también a los hombres en la «edad de oro»); pero, sea como sea, no vamos a considerar aquí más que el estado simbolizado por la oposición (que es al mismo tiempo un complementarismo) de Caín y Abel, es decir, aquel en el que la distinción de los pueblos en agricultores y pastores es ya un hecho cumplido.). Son, es menester insistir en ello, las ocupaciones esenciales y primordiales de esos dos tipos humanos; el resto no es más que accidental, derivado o sobreagregado, y hablar de pueblos cazadores o pescadores, por ejemplo, como lo hacen comúnmente los etnólogos modernos, es, o tomar lo accidental por lo esencial, o referirse únicamente a unos casos más o menos tardíos de anomalía y de degeneración, como se puede constatar de hecho en algunos salvajes (y los pueblos principalmente comerciantes o industriales del Occidente moderno no son, por otra parte, menos anormales, aunque de otra manera) (NA: Las denominaciones de Iran y de Turan, de las que se ha querido hacer designaciones de razas, representan en realidad respectivamente los pueblos sedentarios y los pueblos nómadas; Iran o Airyana vienen de la palabra âria (de donde âria por alargamiento), que significa «labrador» (derivado de la raíz ar, que se reencuentra en el latín arare, arator, y también en arvum, «campo»); y el empleo de la palabra ârya como designación honorífica (para las castas superiores) es, por consiguiente, característico de la tradición de los pueblos agricultores.). Cada una de estas dos categorías tenía naturalmente su ley tradicional propia, diferente una de la otra, y adaptada a su género de vida y a la naturaleza de sus ocupaciones; esta diferencia se manifestaba concretamente en los ritos sacrificiales, de donde la mención especial que se hace de las ofrendas vegetales de Caín y de las ofrendas animales de Abel en el relato del Génesis (Sobre la importancia completamente particular del sacrificio y de los ritos que se refieren a él en las diferentes formas tradicionales, ver Frithjof Schuon, Del sacrificio, en la revista Études traditionnelles, n de abril de 1938, y A. K. Coomaraswamy, atmanyajna: Self–sacrifice, en el Harvard Journal of Asiatic Studies, n de febrero de 1942.). Puesto que hacemos más particularmente llamada aquí al simbolismo bíblico, es bueno destacar seguidamente, a este propósito, que la Thorah hebraica se vincula propiamente al tipo de la ley de los pueblos nómadas: de ahí la manera en la que está presentada la historia de Caín y de Abel, que, bajo el punto de vista de los pueblos sedentarios, aparecería bajo otra luz y sería susceptible de otra interpretación; pero por lo demás, bien entendido, los aspectos correspondientes a estos dos puntos de vista están incluidos el uno y el otro en su sentido profundo, y no hay en eso en suma más que una aplicación del doble sentido de los símbolos, aplicación a la que hemos hecho una alusión parcial a propósito de la «solidificación», puesto que esta cuestión, como se verá quizás mejor todavía después, se liga estrechamente al simbolismo de la matanza de Abel por Caín. Del carácter especial de la tradición hebraica viene también la reprobación que se da en ella de ciertas artes o de ciertos oficios que convienen propiamente a los sedentarios, y concretamente a todo lo que se refiere a la construcción de habitaciones fijas; al menos la cosa fue efectivamente así hasta la época en que precisamente Israel dejó de ser nómada, al menos durante varios siglos, es decir, hasta el tiempo de David y de Salomón, y se sabe que, para construir el Templo de Jerusalem, fue menester entonces hacer llamada a obreros extranjeros (Por lo demás, la fijación del pueblo hebreo dependía esencialmente de la existencia misma del Templo de Jerusalem; desde que éste fue destruido, el nomadismo apareció de nuevo bajo la forma especial de la «dispersión».).
Son naturalmente los pueblos agricultores los que, por eso mismo de que son sedentarios, más pronto o más tarde acaban construyendo ciudades; y, de hecho, se dice que la primera ciudad fue fundada por Caín mismo; por lo demás, esta fundación no tiene lugar sino mucho después de que se haya hecho mención de sus ocupaciones agrícolas, lo que muestra bien que hay en eso como dos fases sucesivas en el «sedentarismo», de las que la segunda representa, en relación a la primera, un grado más acentuado de fijeza y de «compresión» espacial. De una manera general, se podría decir que las obras de los pueblos sedentarios son obras del tiempo: fijados en el espacio en un dominio estrictamente delimitado, desarrollan su actividad en una continuidad temporal que se les aparece como indefinida. Por el contrario, los pueblos nómadas y pastores no edifican nada duradero, y no trabajan en vistas de un porvenir que se les escapa; pero tienen ante ellos el espacio, que no les opone ninguna limitación, sino que les abre al contrario constantemente nuevas posibilidades. Se vuelve a encontrar así la correspondencia de los principios cósmicos a los que se refiere, en otro orden, el simbolismo de Caín y de Abel: el principio de compresión, representado por el tiempo; y el principio de expansión, representado por el espacio (Sobre esta significación cosmológica, remitimos a los trabajos de Fabre d’Olivet.). A decir verdad, el uno y el otro de estos dos principios se manifiestan a la vez en el tiempo y en el espacio, como en todas las cosas, y es necesario hacer la precisión de ello para evitar identificaciones o asimilaciones demasiado «simplificadas», así como para resolver a veces ciertas oposiciones aparentes; pero por ello no es menos cierto que la acción del primero predomina en la condición temporal, y la del segundo en la condición espacial. Ahora bien, el tiempo desgasta el espacio, si se puede decir, afirmando así su papel de «devorador»; y del mismo modo, en el curso de las edades, los sedentarios absorben poco a poco a los nómadas: como lo indicábamos más atrás, ese es un sentido social de la matanza de Abel por Caín.
La actividad de los nómadas se ejerce especialmente sobre el reino animal, móvil como ellos; la de los sedentarios toma al contrario como objetos directos los dos reinos fijos, el vegetal y el mineral (La utilización de los elementos minerales comprende concretamente la construcción y la metalurgia; tendremos que volver sobre esta última, cuyo origen el simbolismo bíblico lo atribuye a Tubalcaïn, es decir, a un descendiente directo de Caín, cuyo nombre se encuentra incluso como uno de los elementos que entran en la formación del suyo, lo que indica que existe entre ellos una relación particularmente estrecha.). Por otra parte, por la fuerza de las cosas, los sedentarios llegan a constituirse símbolos visuales, imágenes hechas de diversas substancias, pero que, desde el punto de vista de su significación esencial, se reducen siempre más o menos directamente al esquematismo geométrico, origen y base de toda formación espacial. Los nómadas, por el contrario, a quienes las imágenes les están prohibidas como todo lo que tendería a retenerlos en un lugar determinado, se constituyen símbolos sonoros, los únicos compatibles con su estado de continua migración (La distinción de estas dos categorías fundamentales de símbolos es, en la tradición hindú, la del yantra, símbolo figurado, y del mantra, símbolo sonoro; ella implica naturalmente una distinción correspondiente en los ritos donde se emplean respectivamente estos elementos simbólicos, aunque no haya siempre una separación tan clara como la que se puede considerar teóricamente, y aunque, de hecho, todas las combinaciones en proporciones diversas sean posibles aquí.). Pero hay esto de destacable, que, entre las facultades sensibles, la vista tiene una relación directa con el espacio, y el oído con el tiempo: los elementos del símbolo visual se expresan en simultaneidad, y los del símbolo sonoro en sucesión; así pues, en este orden se opera una especie de inversión de las relaciones que hemos considerado precedentemente, inversión que, por lo demás, es necesaria para establecer un cierto equilibrio entre los dos principios contrarios de que hemos hablado, y para mantener sus acciones respectivas en los límites compatibles con la existencia humana normal. Así, los sedentarios crean las artes plásticas (arquitectura, escultura, pintura), es decir, las artes de las formas que se despliegan en el espacio; los nómadas crean las artes fonéticas (música, poesía), es decir, las artes de las formas que se desenvuelven en el tiempo; ya que, lo repetimos una vez más en esta ocasión, todo arte, en sus orígenes, es esencialmente simbólico y ritual, y no es sino por una degeneración ulterior, muy reciente en realidad, como pierde ese carácter sagrado para devenir finalmente el «juego» puramente profano al que se reduce en nuestros contemporáneos (Apenas hay necesidad de hacer destacar que, en todas las consideraciones expuestas aquí, se ve aparecer claramente el carácter correlativo y en cierto modo simétrico de las dos condiciones espacial y temporal consideradas bajo su aspecto cualitativo.).
Así pues, he aquí donde se manifiesta el complementarismo de las condiciones de existencia: los que trabajan para el tiempo son estabilizados en el espacio; los que erran en el espacio se modifican sin cesar con el tiempo. Y he aquí donde aparece la antinomia del «sentido inverso»: los que viven según el tiempo, elemento cambiante y destructor, se fijan y se conservan; los que viven según el espacio, elemento fijo y permanente, se dispersan y cambian incesantemente. Es menester que ello sea así para que la existencia de los unos y de los otros permanezca posible, por el equilibrio al menos relativo que se establece entre los términos representativos de las dos tendencias contrarias; si solo una u otra de estas dos tendencias compresiva y expansiva estuviera en acción, el fin vendría pronto, ya sea por «cristalización», ya sea por «volatilización», si es permisible emplear a este respecto dos expresiones simbólicas que deben evocar la «coagulación» y la «solución» alquímicas, y que, por lo demás, corresponden efectivamente, en el mundo actual, a dos fases de las que tendremos que precisar todavía después la significación respectiva (Por eso es por lo que el nomadismo, bajo su aspecto «maléfico» y desviado, ejerce fácilmente una acción «disolvente» sobre todo lo que entra en contacto con él; por su lado, el sedentarismo, bajo el mismo aspecto, no puede llevar en definitiva más que a las formas más groseras de un materialismo sin salida.). En efecto, estamos aquí en un dominio donde se afirman con una particular claridad todas las consecuencias de las dualidades cósmicas, imágenes o reflejos más o menos lejanos de la primera dualidad, la misma de la esencia y de la substancia, del Cielo y de la Tierra, de Purusha y de Prakriti, que genera y rige toda manifestación.
Pero para volver al simbolismo bíblico, el sacrificio animal es fatal para Abel (Como Abel ha vertido la sangre de los animales, su sangre es vertida por Caín; en eso hay como la expresión de una «ley de compensación» en virtud de la cual los desequilibrios parciales, en lo cual consiste en el fondo toda manifestación, se integran en el equilibrio total.), y la ofrenda vegetal de Caín no es aceptada (Importa destacar que la Biblia hebraica admite no obstante la validez del sacrificio no sangriento considerado en sí mismo: tal es el caso del sacrificio de Melquisedech, consistente en la ofrenda esencialmente vegetal del pan y del vino; pero esto se refiere en realidad al rito del Soma vêdico y a la perpetuación directa de la «tradición primordial», más allá de la forma especializada de la tradición hebraica y «abrahámica», e incluso, mucho más lejos todavía, más allá de la distinción de la ley de los pueblos sedentarios y de la de los pueblos nómadas; y en eso hay también una evocación de la asociación del simbolismo vegetal con el «Paraíso terrestre», es decir, con el «estado primordial» de nuestra humanidad. -La aceptación del sacrificio de Abel y el rechazo del de Caín son figurados a veces bajo una forma simbólica bastante curiosa: el humo del primero se eleva verticalmente hacia el cielo, mientras que el del segundo se extiende horizontalmente a la superficie de la tierra; trazan así respectivamente la altura y la base de un triángulo que representa el dominio de la manifestación humana.); el que es bendito muere, el que vive está maldito. Así pues, el equilibrio, de una y otra parte, esta roto; ¿cómo restablecerle, sino por intercambios tales que cada uno tenga su parte de las producciones del otro? Es así como el movimiento asocia el tiempo y el espacio, puesto que en cierto modo es una resultante de su combinación, y concilia en ellos las dos tendencias opuestas que hemos tratado hace un momento (Por lo demás, estas dos tendencias se manifiestan también en el movimiento mismo, bajo las formas respectivas del movimiento centrípeto y del movimiento centrífugo.); por lo demás, el movimiento no es, él mismo, más que una serie de desequilibrios, pero la suma de éstos constituye el equilibrio relativo compatible con la ley de la manifestación o del «devenir», es decir, con la existencia contingente misma. Todo intercambio entre los seres sometidos a las condiciones temporal y espacial es en suma un movimiento, o más bien un conjunto de dos movimientos inversos y recíprocos, que se armonizan y se compensan el uno al otro; aquí, el equilibrio se realiza pues directamente por el hecho mismo de esta compensación (Equilibrio, armonía, justicia, no son en realidad más que tres formas o tres aspectos de una sola y misma cosa; por lo demás, en un cierto sentido, se las podría hacer corresponder respectivamente a los tres dominios de los cuales hablamos seguidamente, a condición, bien entendido, de restringir aquí la justicia a su sentido más inmediato, de la que la simple «honestidad» en las transacciones comerciales representa, entre los modernos, la expresión disminuida y degenerada por la reducción de todas las cosas al punto de vista profano y a la estrecha banalidad de la «vida ordinaria».). Por lo demás, el movimiento alternativo de los intercambios puede recaer sobre los tres dominios, espiritual (o intelectual puro), psíquico y corporal, en correspondencia con los «tres mundos»: intercambio de los principios, de los símbolos y de las ofrendas, tal es, en la verdadera historia tradicional de la humanidad terrestre, la triple base sobre la cual reposa el misterio de los pactos, de las alianzas y de las bendiciones, es decir, en el fondo, la repartición misma de las «influencias espirituales» en acción en nuestro mundo; pero no podemos insistir más sobre estas últimas consideraciones, que se refieren evidentemente a un estado normal del que actualmente estamos muy alejados bajo todos los aspectos, y del que el mundo moderno como tal no es incluso propiamente más que la negación pura y simple. (La intervención de la autoridad espiritual en lo que concierne a la moneda, en las civilizaciones tradicionales, se vincula inmediatamente a esto de lo que acabamos de hablar aquí; la moneda misma, en efecto, es en cierto modo la representación misma del intercambio, y se puede comprender por esto, de una manera más precisa, cuál era el papel efectivo de los símbolos que llevaba y que circulaban así con ella, dando al intercambio una significación completamente diferente de la que constituye su simple «materialidad», y que es todo lo que queda de él en las condiciones profanas que rigen en el mundo moderno, tanto las relaciones de los pueblos como las de los individuos.)