Ananda Coomaraswamy: A NATUREZA DA ARTE BUDISTA
Naturalmente, nosotros pasamos por alto el hecho de que el problema central del arte budista, cuya solución es esencial para cualquier comprensión real, no es un problema de estilos, sino de cómo ocurrió que el Buddha haya llegado a ser representado en una forma antropomórfica: lo cual es casi la misma cosa que preguntar, ¿por qué, ciertamente, el Gran Rey de la Gloria debe haber velado su persona en vestiduras de mendicante — Cur Deus homo? La respuesta budista es, por supuesto, que la asumición de una naturaleza humana está motivada por una compasión divina, y que es en sí misma una manifestación de la perfecta virtuosidad ( kosalla, kausalya ) del Buddha en el uso de los medios ( upaya ) convenientes: se afirma expresamente del Buddha que pertenece a su pericia revelarse de acuerdo con la naturaleza de aquellos que le perciben. Ciertamente, ya se había comprendido en los Vedas y los Brahmanas que «Sus nombres están de acuerdo con su aspecto» y que «como uno se acerca a Él, así Él deviene» ( yathopasate tad eva bhavati, Shatapatha Brahmana X.5.2.20 ); como lo expresa San Agustín, citado con aprobación por Santo Tomás, factus est Deus homo ut homo fieret Deus.
La noción de un Creador que opera per artem, común a la ontología cristiana y a todas las demás ontologías, implica ya un artista en posesión de su arte, a saber, la premedición ( pramana ) y la providencia ( prajña ) acordemente a las cuales han de medirse todas las cosas; de hecho, hay la analogía más estrecha posible entre el «cuerpo facticio» ( nirmana-kaya ) o la «medida» ( nimitta ) del Buddha vivo, y la imagen de la Gran Persona que el artista «mide» ( nirmati ) literalmente para que sea un substituto de la presencia efectiva. Efectivamente, el Buddha nace de una Madre ( matr ), cuyo nombre es maya ( Naturaleza , Arte, o «Magia» en el sentido de la palabra «Creatrix» en Boehme ), con una derivación, en uno y otro caso, de ma, «medir»; cf. prati-ma, «imagen», pra-mana, «criterio», y tala-mana, «iconometría». En otras palabras, hay una identificación virtual de una generación natural con una generación intelectual, métrica y evocativa. El nacimiento es literalmente una evocación; el Niño es engendrado, de acuerdo con una fórmula Brahmana repetida constantemente, «por el Intelecto en la Voz», cuyo intercurso se simboliza en el rito; el artista trabaja, como lo expresa Santo Tomás, «por una palabra concebida en el intelecto». Así pues, no debemos pasar por alto que hay también una tercera imagen, una imagen verbal, la de la doctrina, co-igual en significación con las imágenes de carne o de piedra: «El que ve la Palabra me ve» ( Samyutta Nikaya III.120 ). Estas imágenes visibles y audibles son iguales en su información, y difieren sólo en sus accidentes. Cada una de ellas pinta la misma esencia en una semejanza; ninguna de ellas es una imitación de la otra — la imagen de piedra, por ejemplo, no es una imitación de la imagen de carne, sino que cada una, directamente, es una «imitación» ( anukrti, mimesis ) de la Palabra in-hablada, una imagen del «Cuerpo de la Palabra» o del «Cuerpo de Brahma» o del «Principio», que no puede representarse como es, debido a su simplicidad perfecta.
Sin embargo, el Buddha no fue representado efectivamente en una forma humana hasta el comienzo de la era cristiana, cinco siglos después de la Gran Despiración Total ( maha parinibbana ). En términos más generales, hasta entonces ( con ciertas excepciones, algunas de las cuales se remontan en fecha hasta el tercer milenio antes de Cristo, y a pesar del hecho de que el Rig Veda hace uso libremente de una imaginería verbal en términos antropomórficos ) no puede reconocerse un desarrollo ampliamente extendido de una iconografía antropomórfica. El arte indio más antiguo, de la misma manera que el arte cristiano primitivo, es esencialmente «anicónico», es decir, sólo hace uso de símbolos geométricos, vegetales, o theriomórficos como soportes de contemplación. Aquí no puede invocarse, a manera de explicación, en ninguno de ambos casos, una incapacidad artística para representar la figura humana; puesto que no sólo se habían representado ya muy diestramente figuras humanas en el tercer milenio a. C., sino que, como sabemos, el tipo de la figura humana se había empleado con gran efecto desde el siglo tercero a. C. en adelante ( y sin duda desde mucho antes en materiales impermanentes ), excepto para representar al Buddha en su última encarnación, donde, en el nacimiento y antes del Gran Despertar, se le representa sólo por las huellas, o generalmente por símbolos tales como el Árbol o la Rueda.
Para abordar el problema, debemos relegar a un lugar enteramente subordinado nuestra predilección por la figura humana, heredada de las últimas culturas clásicas, y debemos también, en la medida en que seamos capaces, identificarnos con la mentalidad unánime del artista y el patrón indios, a la vez como había sido antes, y como había llegado a ser cuando se sintió efectivamente la necesidad de representar lo que nosotros consideramos como el Buddha «deificado» ( aunque el hecho de que el Buddha no puede considerarse como un hombre entre otros, sino más bien como «la forma de la humanidad que no tiene nada que ver con el tiempo», se expone llanamente en los textos pali ). Sobre todo, debemos guardarnos de asumir que lo que fue un paso inevitable, y un paso que ya se prefiguraba en la «historicidad» de la vida, deba interpretarse en los términos de un progreso espiritual. Debemos comprender que este paso, uno de cuyos resultados imprevistos fue la provisión para nosotros de tantos placeres estéticos como cada uno derive del arte budista, puede haber sido, en sí mismo, mucho más una concesión a los niveles de referencia intelectualmente más bajos que la evidencia de una profundidad de visión acrecentada. Debemos recordar que un arte abstracto está adaptado a los usos contemplativos y que implica una gnosis, mientras que un arte antropomórfico evoca una emoción religiosa, y corresponde más bien a la plegaria que a la contemplación. Si el desarrollo de un arte puede justificarse como respuesta a necesidades nuevas, no debe pasarse por alto que hablar de una necesidad es hablar de una deficiencia en el que necesita: cuanto más es uno, tanto menos necesita. Así pues, no debemos reparar tanto en una deficiencia del arte plástico en los rituales anicónicos, como en la adecuación de las fórmulas puramente abstractas y en la proficiencia de aquellos que podían hacer uso de representaciones puramente simbólicas.