René Guénon — O reino da quantidade e sinal dos tempos
Chamanismo y Brujería
La época actual, por eso mismo de que corresponde a las últimas fases de una manifestación cíclica, debe agotar sus posibilidades más inferiores; por eso es por lo que utiliza en cierto modo todo lo que había sido desdeñado por las épocas anteriores: las ciencias experimentales y cuantitativas de los modernos y sus aplicaciones industriales, concretamente, no tienen, en el fondo, otro carácter que ese; de ahí viene que las ciencias profanas, como lo hemos dicho, constituyen frecuentemente, y eso incluso tanto históricamente como bajo el punto de vista de su contenido, verdaderos «residuos» de algunas de las antiguas ciencias tradicionales (NA: Decimos de algunas, ya que hay también otras ciencias tradicionales de las que no ha quedado en el mundo moderno la menor huella, por deformada y desviada que pueda ser. Por otra parte, no hay que decir que todas las enumeraciones y clasificaciones de los filósofos conciernen únicamente a las ciencias profanas, y que las ciencias tradicionales no podrían entrar de ningún modo en esos cuadros estrechos y «sistemáticos»; ciertamente, se puede aplicar a nuestra época, mejor que nunca en otros tiempos, el dicho árabe según el cual «existen muchas ciencias, pero pocos sabios» (el-ulûm kathîr, walakew el-ulamâ balîl).). Otro hecho que concuerda con éstos, por poco que se aprehenda su verdadera significación, es la obstinación con la que los modernos han emprendido exhumar los vestigios de épocas pasadas y de civilizaciones desaparecidas, vestigios que, por otra parte, son incapaces de comprender en realidad; y eso mismo es un síntoma bastante poco tranquilizador, a causa de la naturaleza de las influencias sutiles que permanecen vinculadas a esos vestigios y que, sin que los investigadores lo sospechen de ninguna manera, son sacadas así a la luz y puestas por así decir en libertad por esa exhumación misma. Para que esto pueda comprenderse mejor, vamos a estar obligados a hablar primero un poco de algunas cosas que, en sí mismas, están, a decir verdad, completamente fuera del mundo moderno, pero que por ello no son menos susceptibles de ser empleadas para ejercer, en relación a éste, una acción particularmente «desagregante»; así pues, lo que diremos de ellas no será una disgresión más que en apariencia, y, por lo demás, al mismo tiempo, será una ocasión para elucidar algunas cuestiones muy poco conocidas.
Aquí, nos es menester, ante todo, disipar todavía una confusión y un error de interpretación debidos a la mentalidad moderna: en el fondo, la idea de que existen cosas puramente «materiales», concepción exclusivamente propia a ésta, no es, si se la desembaraza de todas las complicaciones secundarias que le agregan las teorías especiales de los físicos, nada más que la idea de que existen seres y cosas que no son más que corporales, y cuya existencia y constitución no implican ningún elemento de un orden diferente de éste. Esta idea está ligada en suma directamente al punto de vista profano tal como se afirma, bajo su forma en cierto modo más completa, en las ciencias actuales, ya que, puesto que éstas se caracterizan por la ausencia de todo vinculamiento a principios de orden superior, las cosas que toman como objeto de su estudio deben ser concebidas ellas mismas como desprovistas de un tal vinculamiento (en lo cual se muestra también, por otra parte, el carácter residual de estas ciencias); esa es, se podría decir, una condición para que la ciencia sea adecuada a su objeto, puesto que, si admitiera que ello es de otro modo, debería admitir por eso mismo que la verdadera naturaleza de ese objeto se le escapa. Quizás no sea menester buscar en otra parte la razón por la que los «cientificistas» se han obstinado tanto en desacreditar toda concepción diferente de esa, presentándola como una «superstición» debida a la imaginación de los «primitivos», los cuales, para ellos, no pueden ser otra cosa que salvajes u hombres de mentalidad infantil, como lo quieren las teorías «evolucionistas»; y, ya sea por su parte incomprehensión pura y simple o partido tomado voluntario, logran de hecho dar de ellos una idea suficientemente caricaturesca como para que una tal apreciación parezca enteramente justificada a todos los que les creen bajo palabra, es decir, a la gran mayoría de nuestros contemporáneos. Ello es así, en particular, en lo que concierne a las teorías de los etnólogos sobre lo que han convenido llamar el «animismo»; por lo demás, en todo rigor, un tal término podría tener un sentido aceptable, pero, bien entendido, a condición de comprenderle de un modo muy diferente a como lo entienden ellos y a condición de no ver en él más que lo que puede significar etimológicamente.
En efecto, el mundo corporal, en realidad, no puede ser considerado como un todo que se basta a sí mismo, ni como algo aislado en el conjunto de la manifestación universal; al contrario, y cualesquiera que puedan ser las apariencias debidas actualmente a la «solidificación», procede todo entero del orden sutil, en el cual tiene, se puede decir, su principio inmediato, y por la intermediación del cual se vincula, de próximo en próximo, a la manifestación informal y después a lo no manifestado; si ello fuera de otro modo, su existencia no podría ser más que una ilusión pura y simple, una especie de fantasmagoría detrás de la cual no habría nada, lo que, en suma, equivale a decir que no existiría de ninguna manera. En estas condiciones, no puede haber, en este mundo corporal, ninguna cosa cuya existencia no repose en definitiva sobre elementos de orden sutil, y, más allá de éstos, sobre un principio que puede ser dicho «espiritual», y sin el cual ninguna manifestación es posible, a cualquier grado que sea. Si nos atenemos a la consideración de los elementos sutiles, que deben estar así presentes en todas las cosas, pero que están en ellas solamente más o menos ocultos según los casos, podemos decir que corresponden en éstas a lo que constituye propiamente el orden «psíquico» en el ser humano; así pues, por una extensión completamente natural y que no implica ningún «antropomorfismo», sino solo una analogía perfectamente legítima, se les puede llamar también «psíquicos» en todos los casos (y es por eso por lo que ya hemos hablado precedentemente de «psiquismo cósmico»), o también «anímicos», ya que estas dos palabras, si se reducen a su sentido primero, según su derivación respectivamente griega y latina, son exactamente sinónimas en el fondo. Resulta de eso que no podrían existir realmente objetos «inanimados», y, por lo demás, es por eso por lo que la «vida» es una de las condiciones a las que está sometida toda existencia corporal sin excepción; es también por eso por lo que nadie ha podido llegar nunca a definir de una manera satisfactoria la distinción de lo «vivo» y de lo «no vivo», cuestión que, como tantas otras en la filosofía y la ciencia modernas, no es insoluble más que porque no tiene razón ninguna de plantearse verdaderamente, puesto que lo «no vivo» no tiene lugar en el dominio considerado, y puesto que, en suma, todo se reduce a este respecto a simples diferencias de grados.
Así pues, si se quiere, se puede llamar «animismo» a una tal manera de considerar las cosas, no entendiendo por esta palabra nada más que la afirmación de qué hay en éstas elementos «anímicos»; y se ve que este «animismo» se opone directamente al mecanicismo, como la realidad misma se opone a la simple apariencia exterior; por lo demás, es evidente que esta concepción es «primitiva», pero simplemente porque es verdadera, lo que es casi exactamente lo contrario de lo que los «evolucionistas» quieren decir cuando la califican así. Al mismo tiempo, y por la misma razón, esta concepción es necesariamente común a todas las doctrinas tradicionales; así pues, podríamos decir también que es «normal», mientras que la idea opuesta, la de las cosas «inanimadas» (que ha encontrado una de sus expresiones más extremas en la teoría cartesiana de los «animales máquinas»), representa una verdadera anomalía, como ocurre con todas las ideas específicamente modernas y profanas. Pero debe entenderse bien que en todo eso no se trata de ningún modo de una «personificación» de las fuerzas naturales que los físicos estudian a su manera, y todavía menos de su «adoración», como lo pretenden aquellos para quienes el «animismo» constituye lo que creen poder llamar la «religión primitiva»; en realidad son consideraciones que dependen únicamente del dominio de la cosmología, y que pueden encontrar su aplicación en diversas ciencias tradicionales. No hay que decir también que, cuando se trata de los elementos «psíquicos» inherentes a las cosas, o de fuerzas de este orden que se expresan y se manifiestan a través de éstas, todo eso no tiene nada en absoluto de «espiritual»; la confusión de estos dos dominios es, ella también, puramente moderna, y no es extraña sin duda a la idea de hacer una «religión» de lo que es ciencia en el sentido más exacto de esta palabra; ¡a pesar de su pretensión a las «ideas claras» (herencia directa, por lo demás, del mecanicismo y del «materialismo universal» de Descartes), nuestros contemporáneos mezclan muy singularmente las cosas más heterogéneas y más esencialmente distintas!
Ahora, para aquello a lo que queremos llegar al presente, importa destacar que los etnólogos tienen el hábito de considerar como «primitivas» formas que, al contrario, están degeneradas a un grado o a otro; no obstante, muy frecuentemente, no son realmente de un nivel tan bajo como sus interpretaciones lo hacen suponer; pero, sea como sea, esto explica que el «animismo», que no constituye en suma más que un punto particular de una doctrina, haya podido ser tomado para caracterizar esa doctrina toda entera. En efecto, en los casos de degeneración, es naturalmente la parte superior de la doctrina, es decir, su lado metafísico y «espiritual», el que desaparece siempre más o menos completamente; por consiguiente, lo que no era originariamente más que secundario, y concretamente el lado cosmológico y «psíquico», al que pertenece propiamente el «animismo» y sus aplicaciones, toma inevitablemente una importancia preponderante; el resto, incluso si subsiste todavía en una cierta medida, puede escapar fácilmente al observador del exterior, tanto más cuanto que éste, al ignorar la significación profunda de los ritos y de los símbolos, es incapaz de reconocer en ello lo que procede de un orden superior (como tampoco lo reconoce en los vestigios de las civilizaciones enteramente desaparecidas), y cree poder explicarlo todo indistintamente en términos de «magia», cuando no de «brujería» pura y simple.
Se puede encontrar un ejemplo muy claro de lo que acabamos de indicar en un caso como el del «chamanismo», que se considera generalmente como una de las formas típicas del «animismo»; esta denominación, cuya derivación es por lo demás bastante incierta, designa propiamente el conjunto de las doctrinas y de las prácticas tradicionales de algunos pueblos mongoles de la Siberia; pero algunos la extienden a lo que, en otras partes, presenta caracteres más o menos similares. Para muchos, «chamanismo» es casi sinónimo de brujería, lo que es ciertamente inexacto, ya que en eso hay algo muy diferente; esta palabra ha sufrido así una desviación inversa de la de «fetichismo», que, ella sí, tiene etimológicamente el sentido de brujería, pero que ha sido aplicada a cosas en las que no hay sólo eso tampoco. Señalamos, a este propósito, que la distinción que algunos han querido establecer entre «chamanismo» y «fetichismo», considerados como dos variedades del «animismo», no es quizás tan clara ni tan importante como lo piensan: que sean seres humanos, como el primero, u objetos cualesquiera, como en el segundo, los que sirven principalmente de «soportes» o de «condensadores», si se puede decir, a ciertas influencias sutiles, en eso se trata de una simple diferencia de modalidades «técnicas», que, en suma, no tiene nada en absoluto de esencial (NA: En lo que sigue, tomamos un cierto número de indicaciones concernientes al «chamanismo» de una exposición titulada Shamanism of the Natives of Siberia, por I. M. Casanowicz (extraído del Smithsonian Report for 1924), cuya comunicación la debemos a la deferencia de A. K. Coomaraswamy.).
Si se considera el «chamanismo» propiamente dicho, se constata en él la existencia de una cosmología muy desarrollada, y que podría dar lugar a aproximaciones con las de otras tradiciones sobre numerosos puntos, comenzando por la división de los «tres mundos» que parece constituir su base misma. Por otra parte, se encuentran en él ritos comparables a algunos de los que pertenecen a las tradiciones del orden más elevado: algunos, por ejemplo, recuerdan de una manera sorprendente a ritos vêdicos, y a los que están incluso entre los que proceden más manifiestamente de la tradición primordial, como aquellos donde los símbolos del árbol y del cisne desempeñan el papel principal. Así pues, no es dudoso que haya en eso algo que, en sus orígenes al menos, constituía una forma tradicional regular y normal; por lo demás, se ha conservado en ella, hasta la época actual, una cierta «transmisión» de los poderes necesarios para el ejercicio de las funciones del «chaman»; pero, cuando se ve que éste consagra su actividad a las ciencias tradicionales más inferiores sobre todo, tales como la magia y la adivinación, se puede sospechar por eso que ahí hay una degeneración muy real, e incluso se puede preguntar si a veces no llegará hasta una verdadera desviación, a la que las cosas de este orden, cuando toman un desarrollo tan excesivo, pueden dar lugar muy fácilmente. A decir verdad, hay, a este respecto, indicios bastante inquietantes: uno de ellos es el lazo establecido entre el «chaman» y un animal, lazo que concierne exclusivamente a un individuo, y que, por consiguiente, no es asimilable de ningún modo al lazo colectivo que constituye lo que se llama con razón o sin ella el «totemismo». Por lo demás, debemos decir que aquello de lo que se trata aquí podría, en sí mismo, ser susceptible de una interpretación completamente legítima y que no tiene nada que ver con la brujería; pero lo que le da un carácter más sospechoso, es que, en algunos pueblos, si no en todos, el animal es entonces considerado en cierto modo como una forma del «chaman» mismo; y, desde una semejante identificación a la «licantropía», tal como existe sobre todo en pueblos de raza negra (Según testimonios dignos de fe, concretamente, en una región remota del Sudán, hay todo un poblado «licántropo», que comprende al menos unos veinte mil individuos; hay también, en otras regiones africanas, organizaciones secretas, tales como aquella a la que se ha dado el nombre de «Sociedad del Leopardo», en las que algunas formas de «licantropía» desempeñan un papel predominante.), no hay quizás mucho trecho.
Pero hay también otra cosa, y que toca más directamente a nuestro tema: los «chamanes», entre las influencias psíquicas que tratan, distinguen de modo natural dos tipos, unas benéficas y otras maléficas, y, como evidentemente no hay nada que temer de las primeras, es de las segundas de las que se ocupan casi exclusivamente; tal parece ser al menos el caso más frecuente, ya que puede ser que el «chamanismo» comprenda formas bastante variadas y entre las cuales habría que hacer diferencias bajo esta relación. Por lo demás, no se trata de ningún modo de un «culto» rendido a esas influencias maléficas, y que sería una suerte de «satanismo» consciente, como se ha supuesto a veces sin razón; se trata solo, en principio, de impedirles hacer daño, de neutralizar o de desviar su acción. La misma precisión podría aplicarse también a otros pretendidos «adoradores del diablo» que existen en diversas regiones; de una manera general, apenas es verosímil que el «satanismo» real pueda ser el hecho de todo un pueblo. No obstante, por ello no es menos verdad que, cualquiera que pueda ser su intención primera, el manejo de influencias de este género, sin que se haga ninguna llamada a influencias de un orden superior (y todavía mucho menos a influencias propiamente espirituales), llega a constituir, por la fuerza misma de las cosas, una verdadera brujería, muy diferente por lo demás de la de los vulgares «brujos del campo» occidentales, que no representan más que los últimos restos de un conocimiento mágico tan degenerado y reducido como es posible y a punto de extinguirse enteramente. Ciertamente, la parte mágica del «chamanismo» tiene mucha más vitalidad, y es por eso por lo que representa algo verdaderamente temible bajo más de un aspecto; en efecto, el contacto, por así decir constante, con fuerzas psíquicas inferiores es de los más peligrosos, primero, no hay que decirlo, para el «chaman» mismo, pero también desde otro punto de vista cuyo interés está mucho menos estrechamente «localizado». En efecto, puede ocurrir que algunos, que operan de manera más consciente y con conocimientos más extensos, lo que no quiere decir de orden más elevado, utilicen esas mismas fuerzas para fines completamente diferentes, sin que lo sepan los «chamanes» o aquellos que actúan como ellos, que ya no desempeñan en eso más que el papel de simples instrumentos para la acumulación de las fuerzas en cuestión en puntos determinados. Sabemos que hay así, por el mundo, un cierto número de «depósitos» de influencias cuya repartición no tiene ciertamente nada de «fortuito», y que sirven muy bien a los designios de ciertos «poderes» responsables de toda la desviación moderna; pero eso requiere aún otras explicaciones, ya que, a primera vista, uno podría sorprenderse de que los restos de lo que fue antaño una tradición auténtica se presten a una «subversión» de este género.