Guénon Individualidade

LA MENTE, ELEMENTO CARACTERÍSTICO DE LA INDIVIDUALIDAD HUMANA

Hemos dicho que la consciencia, entendida en su sentido más general, no es algo que pueda considerarse como rigurosamente propio del ser humano como tal, es decir, como susceptible de caracterizarle a exclusión de todos los demás seres; y hay en efecto, incluso en el dominio de la manifestación corporal ( que no representa más que una porción restringida del grado de la Existencia donde se sitúa el ser humano ), y en esta parte de la manifestación corporal que nos concierne más inmediatamente y que constituye la existencia terrestre, una multitud de seres que no pertenecen a la especie humana, pero que, no obstante, presentan con ella bastante similitud, bajo muchos aspectos, como para que no nos esté permitido suponerlos desprovistos de consciencia, incluso tomada simplemente en su sentido psicológico ordinario. Tal es, a un grado o a otro, el caso de todas las especies animales, que dan testimonio, por lo demás, manifiestamente, de la posesión de consciencia; ha sido menester toda la ceguera que puede causar el espíritu de sistema para dar nacimiento a una teoría tan contraria a toda evidencia como lo es la teoría cartesiana de los «animales máquinas». Quizás es menester ir más lejos todavía, y considerar, para otros reinos orgánicos, si no para todos los seres del mundo corporal, la posibilidad de otras formas de consciencia, que aparece como ligada más especialmente a la condición vital; pero esto no importa al presente para lo que nos proponemos establecer.

No obstante, hay ciertamente una forma de consciencia, entre todas las que puede revestir, que es propiamente humana, y esta forma determinada ( ahamkara o «consciencia del yo» ) es la que es inherente a la facultad que llamamos la «mente», es decir, precisamente a ese «sentido interno» que es designado en sánscrito bajo el nombre de manas, y que es verdaderamente la característica de la individualidad humana ( Ver L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. VIII.- Empleamos el término de «mente», preferiblemente a todo otro, porque su raíz es la misma que la del sánscrito manas, que se rencuentra en el latín mens, en el inglés mind, etc.; por lo demás, las numerosas aproximaciones lingüísticas que se pueden hacer fácilmente sobre esta raíz man o men y las diversas significaciones de las palabras que forma muestran bien que se trata de un elemento que se considera como esencialmente característico del ser humano, puesto que su designación sirve frecuentemente también para nombrar a éste, lo que implica que este ser está suficientemente definido por la presencia del elemento en cuestión ( cf. ibid., cap. I ). ). Esta facultad es algo completamente especial, que, como lo hemos explicado ampliamente en otras ocasiones, debe distinguirse cuidadosamente del intelecto puro, puesto que, al contrario, en razón de su universalidad, éste debe considerarse como existiendo en todos los seres y en todos los estados, cualesquiera que puedan ser las modalidades a través de las cuales se manifiesta su existencia; y sería menester no ver en la «mente» otra cosa que lo que es verdaderamente, es decir, para emplear el lenguaje de los lógicos, una «diferencia especifica» pura y simple, sin que su posesión pueda entrañar por sí misma, para el hombre, ninguna superioridad efectiva sobre los demás seres. En efecto, no podría tratarse de una cuestión de superioridad o de inferioridad, para un ser considerado en relación a otros, sino en lo que este ser tiene de común con los otros seres y que implica una diferencia, no de naturaleza, sino solo de grados, mientras que la «mente» es precisamente lo que hay de especial en el hombre, lo que no le es común con los seres no humanos, y, por consiguiente, aquello respecto a lo cual no puede ser comparado con ellos de ninguna manera. Así pues, el ser humano podrá considerarse sin duda, en una cierta medida, como superior o inferior a otros seres desde tal o cual otro punto de vista ( superioridad o inferioridad por otra parte siempre relativas, bien entendido ); pero la consideración de la «mente», desde que se la hace entrar como «diferencia» en la definición del ser humano, jamás podrá proporcionar ningún punto de comparación.

Para expresar todavía la misma cosa en otros términos, podemos retomar simplemente la definición aristotélica y escolástica del hombre como «animal racional»: si se le define así, y se considera al mismo tiempo la razón, o mejor dicho la «racionalidad», como siendo propiamente lo que los lógicos de la Edad Media llamaban una differentia animalis, es evidente que la presencia de ésta no puede constituir nada más que un simple carácter distintivo. En efecto, esta diferencia se aplica únicamente en el reino animal, para caracterizar la especie humana distinguiéndola esencialmente de todas las demás especies de este mismo género; pero no se aplica a los seres que no pertenecen a este género, de suerte que tales seres ( como los ángeles por ejemplo ) en ningún caso pueden llamarse «racionales», y esta distinción marca solo que su naturaleza es diferente de la del hombre, sin implicar para ellos, ciertamente, ninguna inferioridad con relación a éste ( Veremos más adelante que los estados «angélicos» son propiamente los estados supraindividuales de la manifestación, es decir, aquellos que pertenecen al dominio de la manifestación informal. ). Por otra parte, entiéndase bien que la definición que acabamos de recordar no se aplica al hombre sino en tanto que ser individual, ya que es solo como tal que puede considerarse como perteneciendo al género animal ( Recordamos que la especie es esencialmente del orden de la manifestación individual, que es estrictamente inmanente a un cierto grado definido de la Existencia universal, y que, por consiguiente, el ser no le está ligado más que en su estado correspondiente a ese grado. ); y es como ser individual que el hombre está en efecto caracterizado por la razón, o mejor por la «mente», haciendo entrar en este término más extenso la razón propiamente dicha, que es uno de sus aspectos, y sin duda el principal.

Cuando decimos, al hablar de la «mente» o de la razón, o, lo que equivale todavía casi a lo mismo, del pensamiento bajo su modo humano, que son facultades individuales, no hay que decir que por eso es menester entender, no facultades que serían propias a un individuo a exclusión de los otros, o que serían esencial y radicalmente diferentes en cada individuo ( lo que sería por lo demás la misma cosa en el fondo, ya que no se podría decir entonces verdaderamente que son las mismas facultades, de suerte que no se trataría más que de una asimilación puramente verbal ), sino facultades que pertenecen a los individuos en tanto que tales, y que no tendrían ya ninguna razón de ser si se las quisiera considerar fuera de un cierto estado individual y de las consideraciones particulares que definen la existencia en ese estado. Es en este sentido como la razón, por ejemplo, es propiamente una facultad individual humana, ya que, si es verdad que la razón es en el fondo, en su esencia, común a todos los hombres ( sin lo cual no podría servir evidentemente para definir la naturaleza humana ), y que no difiere de un individuo a otro más que en su aplicación y en sus modalidades secundarias, por eso no pertenece menos a los hombres en tanto que individuos, y solo en tanto que individuos, puesto que es justamente característica de la individualidad humana; y es menester poner atención en que no es sino por una transposición puramente analógica que se puede considerar legítimamente en cierto modo su correspondencia en lo universal. Por consiguiente, e insistimos en ello para descartar toda confusión posible ( confusión que las concepciones «racionalistas» del occidente moderno hacen todavía de las más fáciles ), si se toma la palabra «razón» a la vez en un sentido universal y en un sentido individual, se debe tener siempre cuidado de observar que este doble empleo de un mismo término ( que, en todo rigor, sería por lo demás preferible evitar ) no es más que la indicación de una simple analogía, que expresa la refracción de un principio universal ( que no es otro que buddhi ) en el orden mental humano ( En el orden cósmico, la refracción correspondiente del mismo principio tiene su expresión en el Manu de la tradición hindú ( Ver Introduction générale à l’étude des doctrines hindoues, 3a parte, cap. V, y L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. IV ). ). No es sino en virtud de esta analogía, que no es a ningún grado una identificación, como se puede en un cierto sentido, y bajo la reserva precedente, llamar también «razón» a lo que, en lo universal, corresponde, por una transposición conveniente, a la razón humana, o, en otros términos, a aquello de lo cual ésta es la expresión, como traducción y manifestación, en modo individualizado ( Según los filósofos escolásticos, una transposición de este género debe efectuarse cada vez que se pasa de los atributos de los seres creados a los atributos divinos, de tal suerte que no es sino analógicamente como los mismos términos pueden ser aplicados a los unos y a los otros, y simplemente para indicar que en Dios está el principio de todas las cualidades que se encuentran en el hombre o en todo otro ser, con la condición, bien entendido, de que se trate de cualidades realmente positivas, y no de aquellas que, no siendo más que la consecuencia de una privación o de una limitación, no tienen más que una existencia puramente negativa cualesquiera que sean por lo demás las apariencias, y que, por consiguiente, están desprovistas de principio. ). Por lo demás, los principios fundamentales del conocimiento, incluso si se los considera como la expresión de una suerte de «razón universal», entendida en el sentido del Logos platónico y alejandrino, por eso no rebasan menos, más allá de toda medida asignable, el dominio particular de la razón individual, que es exclusivamente una facultad de conocimiento distintivo y discursivo ( El conocimiento discursivo, que se opone al conocimiento intuitivo, es en el fondo sinónimo de conocimiento indirecto y mediato; no es pues más que un conocimiento completamente relativo, y en cierto modo por reflejo o por participación; en razón de su carácter de exterioridad, que deja subsistir la dualidad del sujeto y del objeto, no podría encontrar en sí mismo la garantía de su verdad, sino que debe recibirla de principios que le rebasan y que son del orden del conocimiento intuitivo, es decir, puramente intelectual. ), a la cual se imponen como datos de orden transcendente que condicionan necesariamente toda actividad mental. Eso es evidente, por lo demás, desde que se observa que estos principios no presuponen ninguna existencia particular, sino que, al contrario, son supuestos lógicamente como premisas, al menos implícitas, de toda afirmación verdadera de orden contingente. Puede decirse incluso que, en razón de su universalidad, estos principios, que dominan toda lógica posible, tienen al mismo tiempo, o más bien ante todo, un alcance que se extiende mucho más allá del dominio de la lógica, ya que ésta, al menos en su acepción habitual y filosófica ( Hacemos esta restricción porque la lógica, en las civilizaciones orientales tales como las de la India y de la China, presenta un carácter diferente, que hace de ella un «punto de vista» ( darshana ) de la doctrina total y una verdadera «ciencia tradicional» ( ver Introduction générale à l’étude des doctrines hindoues, 3a parte, cap. IX ). ), no es y no puede ser más que una aplicación, más o menos consciente por lo demás, de los principios universales a las condiciones particulares del entendimiento humano individualizado ( Ver Le Symbolisme de la Croix, cap. XVII. ).

Estas pocas precisiones, aunque se apartan un poco del tema principal de nuestro estudio, nos han parecido necesarias para hacer comprender bien en qué sentido decimos que la «mente» es una facultad o una propiedad del individuo como tal, y que esta propiedad representa el elemento esencialmente característico del estado humano. Es intencionadamente, por lo demás, que, cuando nos ocurre hablar de «facultades», dejamos a este término una acepción bastante vaga e indeterminada; así es susceptible de una aplicación más general, en casos en los que no habría ninguna ventaja en remplazarle por algún otro término más especial porque estuviera más netamente definido.

En lo que concierne a la distinción esencial de la «mente» con el intelecto puro, recordaremos solo esto: el intelecto, en el paso de lo universal a lo individual, produce la consciencia, pero ésta, que es del orden individual, no es modo alguno idéntica al principio intelectual mismo, aunque procede inmediatamente de él como resultante de la intersección de este principio con el dominio especial de algunas condiciones de existencia, por las cuales se define la individualidad considerada ( Esta intersección es, según lo que hemos expuesto en otra parte, la del «Rayo Celeste» con su plano de reflexión ( ver Le Symbolisme de la Croix, cap. XXIV ). ). Por otra parte, es a la facultad mental, unida directamente a la consciencia, a quien pertenece en propiedad el pensamiento individual, que es de orden formal ( y, según lo que acaba de decirse, en eso comprendemos tanto la razón como la memoria y la imaginación ), y que no es en modo alguno inherente al intelecto transcendente ( buddhi ), cuyas atribuciones son esencialmente informales ( Ver L’Homme et son devenir selon le Vêdânta, cap. VII y VIII. ). Esto muestra claramente hasta que punto esta facultad mental es en realidad algo restringido y especializado, aunque, no obstante, es susceptible de desarrollar posibilidades indefinidas; por consiguiente, ella es a la vez mucho menos y mucho más de lo que querrían las concepciones demasiado simplificadas, hasta incluso «simplistas», que tienen curso entre los psicólogos occidentales ( Es lo que hemos indicado ya más atrás sobre el tema de las posibilidades del «yo» y de su lugar en el ser total. ).


René Guénon