Schuon (UTR) – Metafísica e Salvação

Recordamos haber oído decir un día que «la metafísica no es necesaria para la salvación». Esto es radicalmente falso cuando se aplica en un sentido completamente general, porque el hombre que es metafísico por naturaleza y tiene conciencia de ello no puede encontrar su salvación en la negación de lo que le atrae hacia Dios. Por otra parte, toda vida espiritual debe fundarse sobre una predisposición natural que determina su modalidad; esto es lo que se llama vocación. Ninguna autoridad espiritual aconsejaría seguir un camino para el cual no se está hecho. Esto es lo que enseña, entre otras cosas, la parábola de los talentos, y el mismo sentido se puede encontrar en estas palabras de Santiago: «Cualquiera que haya observado toda la Ley, si falla en un solo punto, es culpable de todos», y: «El que sabe hacer lo que está bien y no lo hace, comete un pecado»; ahora bien, la esencia de la Ley, según las propias palabras de Cristo, es el amor de Dios mediante todo nuestro ser, incluida en él la inteligencia que constituye su parte central. En otros términos: como se debe amar a Dios con todo el ser, debe también amársele con la inteligencia, que es lo mejor de nosotros mismos. Nadie contestará que la inteligencia no es un sentimiento, sino infinitamente más; está claro, pues, que el término «amor» que emplean las escrituras para designar las relaciones del hombre con Dios, y ante todo de Dios con el hombre, no podría no tener más que un sentido puramente sentimental y no significar más que un deseo de atracción. De otra parte, si el amor es la tendencia de un ser hacia otro en vista de su unión, es el Conocimiento el que, por definición, realizará la unión más perfecta entre el hombre y Dios, puesto que sólo él apela a lo que, en el hombre, es ya divino, a saber, el Intelecto; este modo supremo del «amor de Dios» es, pues, con mucho, la posibilidad humana más elevada, a la cual nadie podría sustraerse voluntariamente sin «pecar contra el Espíritu». Pretender que la metafísica es, por sí misma y para todo hombre, una cosa superflua, que ella no es en ningún caso necesaria para la salvación, significa no sólo desconocer su naturaleza, sino también negar simplemente el derecho a la existencia a los hombres que han sido dotados por Dios — en un grado trascendente, bien entendido — de la cualidad de la inteligencia.

Ahora, se podría todavía hacer observar esto: la salvación se merece por la acción, en el más amplio sentido de esta palabra, y esto explica cómo algunos pueden llegar a despreciar la inteligencia que, ella sí, puede precisamente hacer la acción inútil, y cuyas posibilidades ponen en evidencia la relatividad del mérito y de la perspectiva que a él se refiere; también el punto de vista específicamente religioso tiene tendencia a considerar la pura intelectualidad, que no distingue por otra parte casi nunca de la simple racionalidad, como más o menos opuesta al acto meritorio, y, por consiguiente, como peligrosa para la salvación; es por esto por lo que se presta fácilmente a la inteligencia un aspecto luciferino y por lo que se habla tan a menudo del «orgullo intelectual», como si no se diera en esta expresión una contradicción en los términos: de ahí también esa exaltación de la «fe del niño» o de la «fe del simple» que, por otra parte, nosotros somos los primeros en respetar cuando ella es espontánea y natural, mas no cuando es teórica y afectada.

A menudo se oye formular la siguiente reflexión: desde el momento en que la salvación implica un estado de perfecta beatitud y que la religión no exige otra cosa, ¿por qué elegir la vía que tiene por meta la «deificación»? A esta objeción, respondemos que la vía esotérica, por definición, no podría en modo alguno ser objeto de «elección» para aquellos que la siguen, porque no es el hombre quien la elige, sino ella quien elige al hombre; en otros términos, la cuestión de una elección no se plantea, porque lo finito no podría elegir lo Infinito; se trata aquí más bien de una cuestión de «vocación», y los que son «llamados», para emplear el término evangélico, no podrían sustraerse a la llamada, so pena de «pecado contra el Espíritu», no más que un hombre cualquiera no podría sustraerse legítimamente a las obligaciones de su religión.

Si resulta impropio hablar de una «elección» a propósito del Infinito, lo es igualmente hablar de un deseo, porque no es de un deseo de Realidad divina de lo que se trata en el caso del iniciado, sino más bien de una tendencia lógica y ontológica hacia su propia Esencia trascendente. Esta definición es de una importancia extrema.

Frithjof Schuon