René Guénon — Escritos para Regnabit
VII: EL CORAZÓN IRRADIANTE Y EL CORAZÓN EN LLAMAS >
Publicado en Regnabit, nº 11, abril de 1926. No recopilado en ninguna otra compilación póstuma, si bien en Symboles de la Science Sacrée se incluye un artículo con el mismo título que es una entera reelaboración del presente (vide tradução em português).
Hay palabras que, bajo la influencia de concepciones totalmente modernas, han sufrido en el uso corriente una extraña desviación y como un aminoramiento de su significado original; la palabra “corazón” está entre ellas. ¿Acaso no se acostumbra hoy, en efecto, a hacer de “corazón”, cuando se emplea figuradamente, un sinónimo de “sentimiento”? Y, como ha observado muy justamente el R. P. Anizán (Regnabit, febrero de 1926) ¿no se debe a ello el que se considere generalmente el Sagrado Corazón sólo bajo el ángulo restringido de la “devoción”, entendida como algo puramente afectivo? Tal manera de ver se ha impuesto hasta tal punto que se ha llegado a no percibir que la palabra “corazón” ha tenido antaño distintas acepciones; o, al menos, cuando se encuentran éstas en ciertos textos en donde son demasiado evidentes, se está persuadido de que no tienen allí más que significados excepcionales y, por así decir, accidentales.
De tal modo, en un libro reciente sobre el Sagrado Corazón, hemos podido -con sorpresa- observar lo siguiente: tras haber indicado que la palabra “corazón” es empleada para designar los sentimientos interiores, la sede del deseo, del sufrimiento, del afecto, de la conciencia moral, de la fuerza del alma1), cosas todas de orden emotivo, se añade simplemente, en último lugar, que “significa incluso algunas veces, la inteligencia”2. Ahora bien, es este último sentido en realidad el primero, y, en los antiguos, ha sido siempre considerado en todas partes, como el sentido principal y fundamental, mientras que los otros, cuando se encuentran igualmente, no son más que secundarios y derivados y no representan apenas sino una extensión de la acepción primitiva.
Para los antiguos, en efecto, el corazón era el “centro vital”, lo que es efectivamente primero en el orden fisiológico, y al mismo tiempo, por transposición o, si se quiere, por correspondencia analógica, representaba el centro del ser desde todos los puntos de vista, pero en primer lugar en el aspecto de la inteligencia; simbolizaba el punto de contacto del individuo con lo Universal, el lugar de comunicación con la Inteligencia divina misma; tal concepción se encuentra incluso entre los Griegos, en Aristóteles por ejemplo; y, por otra parte, es común a todas las doctrinas tradicionales de Oriente, donde desempeña un papel de los más importantes. Pensamos tener la ocasión de mostrar, en otros estudios, que es así particularmente entre los Hindúes; nos contentamos por el momento con señalar este hecho sin detenernos más. Se ha reconocido que “para los antiguos Egipcios, el corazón era tanto la sede de la inteligencia como del afecto”3, es lo que Charbonneau-Lassay recordaba últimamente aquí mismo (febrero de 1926, p. 210): “El sabio de Egipto no miraba solamente al corazón como el órgano afectivo del hombre, sino aún como la verdadera fuente de su inteligencia; para él, el pensamiento nacía de un movimiento del corazón y se exteriorizaba por la palabra, el cerebro sólo era considerado como una parada donde la palabra podía detenerse, pero que ella franquea frecuentemente con un impulso espontáneo. Entre los Árabes también, el corazón es considerado como la sede de la inteligencia, no de esta facultad totalmente individual que es la razón, sino de la Inteligencia universal (El-Aqlu) en sus relaciones con el ser humano, que ella penetra por el interior, puesto que reside así en su centro mismo y al que ella ilumina con su irradiación.
Esto da la explicación de un simbolismo que se encuentra muy frecuentemente, y según el cual el corazón es asimilado al sol y el cerebro a la luna. Y es que, en efecto, el pensamiento racional y discursivo, del cual el cerebro es el órgano o el instrumento, no es más que un reflejo de la inteligencia verdadera, como la luz de la luna no es más que un reflejo de la del sol. Este, incluso en el sentido físico, es verdaderamente el “Corazón del Mundo” al que él ilumina y vivifica: “¡Oh tú, cuya figura es un círculo deslumbrante, que es el Corazón del Mundo!”, dice Proclo en su Himno al Sol. Y, conforme a la analogía constitutiva que existe entre el ser humano y el Mundo, entre el “Microcosmos” y el “Macrocosmos”, como decían los hermetistas, la transposición que indicamos en todo momento se efectúa igualmente aquí; el sol representa el “Centro del Mundo”, en todos los órdenes de existencia, de ahí el símbolo del “Sol espiritual”, del que habremos de hablar de nuevo en la continuación de estos estudios.
Ahora, ¿cómo es que todo ello está tan completamente olvidado por los modernos y que éstos hayan llegado a cambiar el significado atribuido al corazón como antes decíamos? El error se debe sin duda en gran parte al “racionalismo”, queremos decir a la tendencia a identificar pura y simplemente razón e inteligencia, a hacer de la razón toda la inteligencia, o al menos su parte superior, creyendo que nada hay por encima de la razón. Este racionalismo, del cual Descartes es el primer representante claramente caracterizado, ha penetrado desde hace tres siglos todo el pensamiento occidental; y no hablamos sólo del pensamiento propiamente filosófico, sino también del pensamiento común, que ha sido por él influido más o menos indirectamente. Descartes es quien ha pretendido situar en el cerebro la “sede del alma”, porque ahí veía la sede del pensamiento racional; en efecto, a sus ojos todo era lo mismo, siendo el alma para él la “sustancia pensante” y no siendo más que eso. Esta concepción está lejos de ser tan natural como les parece a nuestros contemporáneos, que, por efecto del hábito, han devenido en su mayor parte tan incapaces de liberarse de él como de salir del punto de vista general del dualismo cartesiano, entre los dos términos del cual oscila toda la filosofía ulterior.
La consecuencia inmediata del racionalismo, es la negación o la ignorancia del intelecto puro y supra-racional, de la “intuición intelectual” que habían conocido la antigüedad y la Edad Media; de hecho, algunos filósofos de nuestra época intentan escapar al racionalismo y hablan incluso de “intuición”, pero, por una singular inversión de las cosas, sólo consideran una intuición sensible e infra-racional. Desconocida así la inteligencia que reside en el corazón, y habiendo usurpado la razón que reside en el cerebro su papel iluminador, no quedaba al corazón más posibilidad que ser la sede de la afectividad; y es así como Pascal entiende ya al “corazón” en el sentido exclusivo de “sentimiento”. Por otra parte, ha ocurrido lo siguiente: el mundo moderno ha visto nacer otra tendencia solidaria del racionalismo y que es como su contrapartida, lo que podemos denominar el “sentimentalismo”, es decir, la tendencia a ver en el sentimiento lo que hay de más profundo y de más elevado en el ser, afirmando su supremacía sobre la inteligencia; y tal cosa sólo ha podido producirse porque la inteligencia había sido primero reducida a la sola razón. En ello como en muchos otros dominios, los modernos han perdido la noción del orden normal y el sentido de toda verdadera jerarquía; no saben ya poner cada cosa en su justo lugar; ¿cómo sorprenderse de que tantos de entre ellos no puedan reconocer el “Centro” hacia el cual deberían orientarse todas las potencias del ser?
Quizás algunos encontrarán que, presentando las cosas en resumen como acabamos de hacer, simplificamos un poco demasiado; y, sin duda, hay ahí algo demasiado complejo en realidad como para que pretendamos exponerlo completamente en algunas líneas; pero pensamos sin embargo que este resumen no altera la verdad histórica en sus rasgos esenciales. Reconocemos de buena gana que sería erróneo considerar a Descartes como el único responsable de toda la desviación intelectual del Occidente moderno, y que incluso, si ha podido ejercer tan gran influencia, es porque sus concepciones correspondían a un estado de espíritu que era ya el de su época, y al cual no ha hecho en suma más que dar una expresión definida y sistemática; pero precisamente por eso el nombre de Descartes toma en cierto modo figura de símbolo, y es por lo que ha podido servir mejor que cualquier otro para representar unas tendencias que existían sin duda antes que él, pero que no habían sido todavía formuladas como lo fueron en su filosofía.
Dicho esto, se puede plantear esta cuestión: para los modernos, el corazón se encuentra reducido a no designar más que el centro de la afectividad, pero, ¿no puede ser legítimamente considerado como tal, incluso para quienes representa antes que nada el centro de la inteligencia? En efecto, si es el centro del ser integral, debe serlo también en el aspecto bajo el aspecto de que se trata como desde cualquier otro punto de vista, y no vemos ningún inconveniente en reconocerlo; lo que nos parece incaceptable, es que tal interpretación se convierta en exclusiva o simplemente predominante. Para nosotros, la relación establecida con la afectividad, resulta directamente de la consideración del corazón como “centro vital”, vida y afectividad siendo dos cosas muy próximas una a la otra, si no totalmente conectadas, mientras que la relación con la inteligencia implica una transposición en otro orden. Es así si se toma un punto de partida en el orden sensible, pero, si se desciende por el contrario de lo superior a lo inferior, del principio a las consecuencias, es el último aspecto el que, como decíamos al principio, es el primero, puesto que es el Verbo, es decir, la Inteligencia divina, que es verdaderamente el “Sol espiritual”, el “Corazón del Mundo”. Todo el resto, comprendido el papel fisiológico del corazón, tanto como la función física del sol, no es más que reflejo y símbolo de esta realidad suprema; y podrá recordarse, a este respecto, lo que hemos dicho anteriormente (enero de 1926) sobre la naturaleza considerada como símbolo de lo sobrenatural.
Conviene añadir que, en lo que acabamos de indicar no hemos entendido la afectividad más que en su sentido inmediato, literal si se quiere, y únicamente humano, y ese sentido es además el único en el cual piensan los modernos cuando emplean la palabra “corazón”; pero, algunos términos tomados de la afectividad, ¿no son susceptibles de transponerse analógicamente en un orden superior? Eso nos parece incontestable para palabras como Amor y Caridad; han sido empleadas así, manifiestamente, en ciertas doctrinas de la Edad Media, basándose además a este respecto sobre el evangelio mismo4; y, por otra parte, en muchos místicos, el lenguaje afectivo aparece sobre todo como un modo de expresión simbólica para cosas que, en sí mismas, son inexpresables. Algunos encontrarán quizá que no hacemos más que enunciar aquí una verdad muy elemental; pero sin embargo no es inútil recordarla, pues, sobre el último punto, queremos decir, en lo que concierne a los místicos, los errores de los psicólogos muestran demasiado bien cuál es el estado de espíritu de la mayor parte de nuestros contemporáneos: no ven ahí otra cosa que sentimiento en el sentido más estrecho de la palabra, emociones y afectos puramente humanos relacionados tal cual a un objeto supra-humano.
Desde este nuevo punto de vista y con tal transposición, la atribución simultánea al corazón de la inteligencia y del amor se legitima mucho mejor y toma una significación mucho más profunda que en el punto de vista ordinario, pues hay entonces, entre esta inteligencia y este amor, una especie de complementarismo, como si lo que es así designado no representara en el fondo más que dos aspectos de un principio único; esto podrá comprenderse mejor, pensamos, refiriéndonos al simbolismo del fuego: Este simbolismo es tanto más natural y conviene tanto mejor cuanto que se trata del corazón, el cual, como “centro vital”, es propiamente la morada del “calor animador”; es calentando el cuerpo como lo vivifica, así como hace el sol con respecto a nuestro mundo. Aristóteles asimila la vida orgánica al calor, y está de acuerdo en ello con todas las tradiciones orientales; Descartes mismo emplaza en el corazón un “fuego sin luz”, pero que no es para él más que el principio de una teoría fisiológica exclusivamente “mecanicista” como toda su física, lo que, entiéndase bien, no corresponde para nada al punto de vista de los antiguos.
El fuego, según todas las tradiciones antiguas concernientes a los elementos, se polariza en dos aspectos complementarios que son la luz y el calor; e, incluso desde el simple punto de vista físico, esta manera de considerarlo se justifica perfectamente: esas dos cualidades fundamentales son por así decir, en su manifestación, en razón inversa una de otra, y es así cómo una llama es tanto más cálida cuanto menos luz proporciona. Pero el fuego en sí mismo, el principio ígneo en su naturaleza completa, es a la vez uno y otro de esos dos aspectos; de esta manera debe considerarse al fuego que reside en el corazón, cuando es tomado simbólicamente como el centro del ser total; y encontramos aún aquí una analogía con el sol, que no sólo calienta, sino que ilumina al mismo tiempo el mundo. Ahora bien, la luz es por todas partes y siempre el símbolo de la inteligencia y del conocimiento; en cuanto al calor, representa no menos naturalmente al amor. Incluso en el orden humano, se habla corrientemente del calor del sentimiento o del afecto, y tal es un indicio de la conexión que se establece espontáneamente entre la vida y la afectividad5; cuando se efectúe una transposición a partir de esta última, el símbolo del calor continuará siendo analógicamente aplicable. Por otro lado, hay que destacar bien esto: lo mismo que la luz y el calor, en la manifestación física del fuego, se separan uno del otro, el sentimiento no es verdaderamente más que un calor sin luz (y por ello los antiguos representaban al amor como ciego); se puede encontrar también en el hombre una luz sin calor, la de la razón, que no es sino una luz reflejada, fría como la luz lunar que la simboliza. En el orden de los principios, al contrario, los dos aspectos se reúnen indisolublemente, puesto que son constitutivos de una misma naturaleza esencial; el fuego que está en el centro del ser es pues a la vez luz y calor, es decir, inteligencia y amor; pero el amor del que entonces se trata difiere tanto del sentimiento al que se da el mismo nombre, como la inteligencia pura difiere de la razón6.
Se puede comprender ahora que el Verbo divino, que es el “Corazón del Mundo”, sea a la vez Inteligencia y Amor; incluso si no fuera la Inteligencia ante todo, no sería ya el Verbo verdaderamente. Por lo demás, si la Inteligencia no fuera atribuida verdaderamente al Corazón de Cristo, no vemos en qué sentido sería posible interpretar esta invocación de las letanías: “Cor Iesu, in quo sont omnes thesauri sapientiae et scientiae absconditi” sobre la cual nos permitimos atraer especialmente la atención de aquellos que no quieren ver en el Sagrado Corazón más que el objeto de una simple devoción sentimental.
Lo que es muy notable, es que los dos aspectos de los que acabamos de hablar tienen ambos su representación muy clara en la iconografía de Sagrado Corazón, bajo las formas respectivas del Corazón irradiante y el Corazón en llamas. La irradiación simboliza la luz, es decir, la Inteligencia, (y tal es, digámoslo de pasada, lo que, para nosotros, da al título de Sociedad de Irradiación Intelectual del Sagrado Corazón todo su significado). Igualmente, las llamas figuran el calor, es decir, el Amor; se sabe además que el amor, incluso en el sentido ordinario y humano, ha sido frecuentemente representado por el emblema de un corazón llameante. La existencia de estos dos géneros de representaciones para el Sagrado Corazón, está pues perfectamente justificada: podrá servir uno u otro, no indiferentemente, sino según se quiera poner de relieve más especialmente el aspecto de la Inteligencia o el del Amor.
Lo que conviene destacar también, es que el tipo del corazón irradiante es al que pertenecen las más antiguas figuraciones conocidas del Sagrado Corazón, desde el Corazón de Chinon hasta el de Saint-Denis d’Orques7. Por el contrario, en las representaciones recientes, (entendemos por tales las que no remontan más allá del siglo XVII) es el corazón en llamas el que se encuentra de manera constante y casi exclusiva: Este hecho nos parece muy significativo: ¿no es un indicio del olvido en el que ha caído uno de los aspectos del simbolismo del Corazón, y precisamente aquel mismo al cual las épocas precedentes daban al contrario la importancia predominante? Aún hace falta felicitarse cuando este olvido no es acompañado del olvido del sentido superior del amor, desembocando en la concepción “sentimentalista”, que no es solamente un aminoramiento, sino una verdadera desviación, demasiado común en nuestros días. Para reaccionar contra esta lamentable tendencia, lo que mejor puede hacerse, pensamos, es explicar tan completamente como es posible, el antiguo simbolismo del corazón, restituirle la plenitud de su significación (o más bien sus significados múltiples, pero armoniosamente concordantes), y destaca la figura del Corazón irradiante, que nos aparece como la imagen de un sol radiante, fuente y hogar de la Luz inteligible, de la pura y eterna Verdad. El sol, por lo demás, ¿no es también uno de los símbolos de Cristo (Sol Iustitiae), y uno de los que tienen más estrecha relación con el Sagrado Corazón?
La palabra coraje (courage) es efectivamente derivada de corazón (coeur en francés ↩
R. P. A. Hamon, S. J., Histoire de la Dévotion au Sacré-Coeur, tomo 1, l´Aube, la Dévotion, Introduction, p. XVIII ↩
E. Drioton, “La Vie spirituelle dans l´ancienne Égypte”, en la Revue de Philosofia, noviembre-diciembre de 1925. —Pero ¿por qué, tras haber hecho esta observación, decir solamente que la expresión “poner a Dios en su corazón” significaba “hacer de Dios el término constante de sus afectos y de sus deseos? ¿qué pasa con la inteligencia? ↩
Queremos aludir más particularmente a las tradiciones propias de las Ördenes de caballería, cuya base principal era el Evangelio de San Juan (la transposición analógica es aquí evidente), y el grito de guerra de los Templarios era “Viva Dios Santo Amor”. Encontramos un eco muy claro de las doctrinas de que se trata en obras como la de Dante. ↩
Se podría objetar que el principio del Evangelio de San Juan indica en cierto modo una identificación entre la vida y la luz, y no el calor; pero el término de “vida” no designa ahí la vida orgánica, está transpuesto para aplicarlo al Verbo considerado como principio de vida universal, y el Verbo es “Luz” porque es Inteligencia. ↩
Sabiendo que, entre los lectores de Regnabit, los hay que están al corriente de las teorías de una escuela cuyos trabajos, aunque muy interesantes y muy estimables desde muchos puntos de vista, piden sin embargo ciertas reservas, debemos decir que no podemos aceptar el empleo de los téminos Aor y Agni para designar los dos aspectos complementarios del fuego de los que se acaba de tratar. En efecto, la primera de las dos palabras es hebrea, mientras que la segunda es sánscrita, y no se pueden asociar así dos términos tomados de tradiciones diferentes, cualesquiera que sean las concordancias reales que existan entre ellas, e incluso la identidad que se oculta esencialmente bajo la diversidad de sus formas; no hay que confundir el “sincretismo” con la verdadera síntesis. Además, si Aor es exclusivamente la luz, Agni es el principio ígneo considerado íntegramente (siendo el ignis latino además exactamente la misma palabra), luego a la vez como luz y como calor, la restricción de este término para la designación del segundo aspecto es totalmente arbitaria e injustificada. ↩
Rogamos a los lectores remitirse, a este respecto, a los muy importantes estudios que el Sr. Charbonneau-Lassay ha dedicado, en Regnabit, a la iconografía antigua del Sagrado Corazón, y a las reproducciones incluidas. ↩