Schuon hesychia

Schuon — referências ao termo hesychia e seus correlatos
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Schuon é dos autores perenialistas aquele mais se refere à tradição cristã e em particular à tradição hesicasta.


Cuando se habla de esoterismo cristiano no puede tratarse más que de tres cosas: puede tratarse primeramente de gnosis crística, fundada sobre la persona, la enseñanza y los dones de Cristo y beneficiaria eventualmente de conceptos platónicos, lo que en metafísica no tiene nada de irregular (NA: De una manera general, siempre son posibles influencias intertradicionales en ciertas condiciones, pero fuera de todo sincretismo. Indiscutiblemente, el Budismo y el Islam han tenido una influencia sobre el Hinduismo, no añadiéndole elementos nuevos, por supuesto, sino favoreciendo o determinando la eclosión de elementos preexistentes.); esta gnosis se ha manifestado especialmente, aunque de una manera muy desigual, en escritos como los de Clemente de Alejandría, Orígenes, Dionisio el Areopagita — o el Teólogo o el Místico, si se prefiere -, Escoto Erígena, el maestro Eckhart, Nicolás de Cusa, Jacob Boehme, Angelus Silesius (NA: En otros términos: se encuentran elementos de esoterismo sapiencial en el gnosticismo ortodoxo — el cual se prolonga en la teosofía de Boehme y de sus continuadores -, después en la mística dionisiana de los renanos y por supuesto en el hesicasmo; sin olvidar ese elemento parcial de esoterismo metódico que fue el quietismo de un Molinos, del que se encuentran huellas en San Francisco de Sales.). A continuación puede tratarse de algo completamente diferente, a saber, de esoterismo greco-latino — o próximo-oriental — incorporado al Cristianismo: pensamos aquí ante todo en el hermetismo y en las iniciaciones artesanales. En este caso, el esoterismo es más o menos limitado e incluso fragmentario, reside más bien en el carácter sapiencial del método — hoy perdido — que en la doctrina y el fin; la doctrina era sobre todo cosmológica y, por consiguiente, el fin no sobrepasaba los «pequeños misterios» o la perfección horizontal, o «primordial», si nos referimos a las condiciones ideales de la «edad de oro». En cualquier caso, este esoterismo cosmológico o alquímico, y «humanista» en un sentido todavía legítimo — porque se trataba de devolver al microcosmo humano la perfección del macrocosmo siempre conforme a Dios -, este esoterismo cosmológico cristianizado, decimos, fue esencialmente vocacional, puesto que ni una ciencia ni un arte pueden imponerse a todo el mundo; el hombre elige una ciencia o un arte por razones de afinidad y de cualificación, y no a priori para salvar su alma. Estando la salvación garantizada por la religión, el hombre puede, a posteriori, y sobre esta misma base, sacar provecho de sus dones y sus ocupaciones profesionales, y es incluso normal o necesario que lo haga cuando una ocupación ligada a un esoterismo alquímico o artesanal se imponga a él por un motivo cualquiera. El esoterismo como principio y como vía: I COMPRENDER EL ESOTERISMO

Dicho esto, es importante saber que los portavoces del cielo no dan nunca lecciones de erudición universalista; en un clima semítico, no hablarán nunca ni de Vedânta ni de Zen, como tampoco hablarán de mística española o de hesicasmo en un clima hindú o budista. Pero no hay nada de anormal, repetimos, en que el Cielo favorezca mediante signos sobrenaturales tal o cual perspectiva espiritual a la vez que favorece de la misma manera tal o cual otra que la supera, si las dos perspectivas son intrínsecamente legítimas y aunque se sitúen ambas en el mismo cosmos religioso. El esoterismo como principio y como vía: III CRITERIOLOGÍA ELEMENTAL DE LAS APARICIONES CELESTIALES

La presencia de las órdenes monásticas no podría tener otra explicación que la existencia de una tradición iniciática en la Iglesia de Occidente tanto como en la Iglesia de Oriente, tradición que se remonta — San Benito lo atestigua como lo atestiguan los Hesiquiastas — a los Padres del desierto, luego a los Apóstoles y a Cristo; el hecho de que el cenobitismo de la Iglesia latina se remonte a los mismos orígenes que el de la Iglesia griega — formando éste por lo demás una comunidad única y no comunidades diferentes — prueba precisamente que el primero es de esencia esotérica al igual que el segundo; y asimismo el eremitismo está considerado por una y otra parte como la cumbre de la perfección espiritual — San Benito lo dice explícitamente en su regla -, lo que permite concluir que la desaparición de los eremitas marca el declive de la floración crística. La vida monástica, lejos de constituir una vía suficiente en sí misma, es designada en la Regla de San Benito como un «comienzo de vida religiosa»; en cuanto a «aquel que acelera su marcha hacia la perfección de la vida monástica, para él están las enseñanzas de los Santos Padres, cuya observación conduce al hombre a la meta suprema de la religión» (NA: Citemos también la continuación de este pasaje, perteneciente al último capítulo del libro, titulado Que la práctica de la justicia no está toda contenida en esta regla: «¿Cuál es, en efecto, la página, cuál es la palabra de autoridad divina en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, que no sea una regla muy segura para la conducta del hombre? O aún, ¿cuál es el libro de los Santos Padres católicos que no nos enseñe en alto grado el camino recto para acceder a nuestro Creador? Además, las Conferencias de los Padres, sus Instituciones y sus Vidas (NA: de los Padres del desierto), como asimismo la Regla de nuestro padre San Basilio, ¿qué son sino el ejemplar de los monjes que viven y obedecen como es preciso, y los auténticos documentos de las virtudes? Nosotros, relajados, malvivientes, llenos de descuidos, tenemos la materia para enrojecer de confusión. Quien quiera que tú seas pues, que aceleras tu marcha hacia la patria celestial, cumple primeramente, con la ayuda de Cristo, este débil esbozo de regla que nosotros hemos trazado; después, al fin, alcanzarás, bajo la protección de Dios, estas alturas más sublimes de doctrina y de virtudes, cuyo recuerdo acabamos de evocar.»); ahora bien, estas enseñanzas son las que constituyen la misma esencia doctrinal del Hesiquiasmo. DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VIII

El órgano del espíritu, o el principal centro de la vida espiritual, es el corazón; aquí, todavía, la doctrina hesiquiasta está en perfecto acuerdo con la enseñanza de todas las demás tradiciones iniciáticas. Pero lo que en el Hesiquiasmo hay de más importante desde el punto de vista de la realización espiritual es que enseña el medio de perfeccionar la participación natural del microcosmo humano en el Metacosmos divino transmutándola en participación sobrenatural y finalmente en unión e identidad: este medio es la «plegaria interior» o la «plegaria de Jesús». Esta oración sobrepasa en principio todas las virtudes, porque ella es un acto divino en nosotros y, por tanto, el mejor acto posible; únicamente por medio de esta oración puede realmente la criatura unirse a su Creador; el fin principal de esta oración es, por consiguiente, el estado espiritual supremo, en el cual el hombre sobrepasa todo cuanto pertenece a la criatura y, uniéndose íntimamente a la Divinidad, es iluminada por la Luz divina; este estado es el «santo silencio», simbolizado por otra parte por el color negro de ciertas Vírgenes (NA: Este «silencio» es el exacto equivalente del nirvana hindú y búdico y del fanâ sufí; al mismo simbolismo se refiere la «pobreza» (NA: faqr) en la que se cumple la «unión» (NA: tawhîd). Mencionemos igualmente, en lo que concierne a esta unión real — o a esta reintegración de lo finito en lo Infinito — el título de un libro de San Gregorio Palamas, Testimonio de los santos, que muestra que quienes participen en la Gracia divina se hacen, conforme a la Gracia, sin origen e infinitos. Y recordemos aquí este adagio del esoterismo musulmán: «El sufí no es creado».). DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VIII

Se habrá comprendido que no se trata de ninguna manera de despreciar la moral, que es una institución divina; pero el hecho de que lo sea no impide que también sea limitada. Es preciso no perder de vista jamás que, en la mayoría de los casos, las leyes morales se convierten, fuera de su dominio ordinario, en símbolos y, por consiguiente, en vehículos de conocimiento (gnosis — episteme). Toda virtud marca en efecto una conformidad con una «actitud divina», o sea, un modo indirecto y cuasi existencial del conocimiento (gnosis — episteme) de Dios, lo que viene a decir que, si se puede conocer un objeto sensible por el ojo, no se puede conocer a Dios más que por el «ser»; para conocer a Dios es preciso parecérsele, es decir, conformar el microcosmo al Metacosmos divino — y, por consiguiente, también al macrocosmo — como expresamente lo enseña la doctrina hesiquiasta. Dicho esto, tenemos que subrayar con fuerza que la amoralidad de la posición espiritual es una supermoralidad más bien que una no-moralidad. La moralidad, en el más amplio sentido de la palabra, es en su orden el reflejo de la verdadera espiritualidad y debe ser integrada, al mismo tiempo que las verdades parciales — o los errores parciales — en el ser total; en otros términos, lo mismo que el hombre más santo no está jamás completamente liberado de la acción sobre esta tierra, puesto que tiene un cuerpo, tampoco está jamás completamente liberado de la distinción de un «bien» y de un «mal», puesto que ella se insinúa forzosamente en toda acción. DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: III

En este orden de ideas, citemos estas reflexiones de un teólogo ortodoxo: «El dogma que expresa una verdad revelada, que se nos presenta como un misterio insondable, debe ser vivido por nosotros en un proceso en el curso del cual, en lugar de asimilar el misterio a nuestro modo de entendimiento, será preciso, por el contrario, que nos empeñemos en un cambio profundo, en una transformación interior de nuestro espíritu, para hacernos aptos para la experiencia mística» (NA: Vladimir Losky, Essai sur la théologie mystique de l’Eglise d’Orient).). Cuando por la Gracia (karis) la Fe (pistis) sea completa, se disolverá en el Amor, que es Dios; es por esto por lo que, desde el punto de vista teológico, los Bienaventurados del Cielo no tienen ya Fe, puesto que ellos ven ya a su objeto: Dios, que es Amor o Beatitud. Añadamos que, desde el punto de vista iniciático, esta visión puede, e inclusive debe, obtenerse desde esta vida, como por otra parte lo enseña la tradición hesiquiasta. Pero hay otro aspecto de la Fe que conviene mencionar aquí. Nos referimos a la conexión entre la Fe y el milagro, de la que queremos hablar; conexión que explica la importancia capital que el último tiene no sólo en Cristo, sino inclusive en el Cristianismo como tal; contrariamente a lo que ocurre en el Islam, el milagro juega en el Cristianismo un papel central y cuasi orgánico, y esto no deja de estar relacionado con el carácter de bhakti propio de la vía cristiana. El milagro, en efecto, sería inexplicable sin el papel que representa en la Fe; no teniendo ningún valor persuasivo en sí mismo, porque, de tenerlo, los milagros satánicos constituirían un criterio de verdad, tiene un valor extremo, por el contrario, en conexión con todos los demás factores que intervienen en la Revelación crística; en otros términos, si los milagros de Cristo, de los Apóstoles y de los santos son preciosos y venerables, es únicamente porque ellos se añaden a otros criterios que permiten a priori atribuir a estos milagros el valor de «signos» divinos. La función esencial y primordial del milagro es la de poner en marcha sea la gracia de la Fe — lo que presupone, en el hombre tocado por esta gracia, una predisposición natural a admitir lo sobrenatural, sea o no consciente esta predisposición -, sea el perfeccionamiento de una Fe ya adquirida. Para precisar todavía mejor el papel del milagro, no solamente en el Cristianismo, sino en todas las formas religiosas — porque no existe ninguna que ignore los hechos milagrosos -, diremos que el milagro, abstracción hecha de su cualidad simbólica que lo emparenta con el objeto mismo de la Fe, es propio para suscitar una intuición que será, en el alma del creyente, un elemento de certidumbre. En fin, si el milagro desencadena la Fe, ésta puede a su vez dar lugar al milagro, que será así una confirmación de esa «Fe que mueve las montañas». Esta relación recíproca muestra también que estos dos elementos están cosmológicamente ligados y que su conexión no tiene nada de arbitraria, al establecer el milagro un contacto inmediato entre la Omnipotencia divina y el mundo, y al establecer la Fe, a su vez, un contacto análogo, aunque pasivo, entre el microcosmo y Dios; el simple raciocinio, es decir, la operación discursiva de lo mental está tan alejada de la Fe como lo están las leyes naturales del milagro, mientras que el conocimiento (gnosis — episteme) intelectual verá lo milagroso en lo natural y viceversa. DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VIII

Llamaremos finalmente la atención sobre el alcance verdaderamente fundamental y realmente universal de la invocación del Nombre divino; éste es, en el Cristianismo — como en el Budismo y en ciertas sectas iniciáticas hindúes — un Nombre del Verbo manifestado (NA: En este punto, se nos viene a la mente la invocación de Amida-Buddha y la fórmula Om mani padmê hum y, por lo que respecta al hinduismo, las invocaciones de Rama y de Krishna.), en este caso el Nombre de «Jesús» que, como todo Nombre divino revelado y ritualmente pronunciado, se identifica misteriosamente con la Divinidad; es en el Nombre divino donde se efectúa el misterioso encuentro entre lo creado y lo Increado, lo contingente y lo Absoluto, lo finito y lo Infinito; el Nombre divino es así una manifestación del Principio supremo o, para expresarnos de una manera todavía más directa, es el Principio supremo que se manifiesta; no es, pues, en primer lugar una manifestación, sino el Principio mismo (NA: De la misma manera Cristo, según la perspectiva cristiana, no es en primer lugar hombre, sino Dios.). «El sol se cambiará en tinieblas y la luna en sangre, antes de que venga el gran terrible día del Señor — dice el profeta Joel -, pero aquellos que invoquen el Nombre del Señor serán salvados» (NA: Los Salmos contienen varias referencias a la invocación del Nombre de Dios: «Invoco al Señor con mi voz y él me oye desde su montaña santa.» «Yo he invocado el Nombre del Señor. ¡Señor, salva mi alma!». «El Señor está cerca de todos aquellos que le invocan, de quienes le invocan seriamente.» Dos pasajes contienen al mismo tiempo una referencia al modo eucarístico: «Abre tu boca, que quiero llenarla.» «El que hace feliz tu boca a fin de que vuelvas a ser joven como un águila.» Y en Isaías: «No temas, porque Yo te he salvado, Yo te he llamado por tu nombre, tú eres para Mí.» «Buscad al Señor, porque El puede ser encontrado; invocadle, porque El está cerca.» Y Salomón, en el Libro de la Sabiduría: «He invocado, y el Espíritu de la Sabiduría ha venido a mí.»); y recordemos también el principio de la primera Epístola a los Corintios, dirigida a «todos los que invocan el nombre de Nuestro Señor Jesucristo en todo lugar», y también, en la primera Epístola a los Tesalonicenses, la prescripción de «rogar sin descanso», que San Juan Damasceno comenta en estos términos: «Es preciso aprender a invocar el Nombre de Dios más que a respirar, en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación. El Apóstol dice: Orad sin descanso; es decir, enseña que se debe recordar a Dios en todo momento, en todo lugar y durante cualquier ocupación» (NA: En un comentario de San Juan Damasceno, las palabras «invocar» y «acordarse» aparecen para describir o ilustrar una misma idea; ahora bien, es sabido que la palabra árabe dhikr significa a la vez «invocación» y «recuerdo»; de la misma manera, en el Budismo, «pensar en Buda» e «invocar» a Buda se expresa con una misma palabra (NA: buddhânusmriti; el nienfo chino y el nembutsu japonés). Por otra parte, es digno de nota el hecho de que los Hesiquiastas y los Derviches designan la invocación con la misma palabra: los Hesiquiastas llaman «trabajo» (praktike) la recitación de la «oración de Jesús», mientras que los Derviches llaman «ocupación» o «asunto» (NA: shughl) a toda invocación.). No es, pues, sin razón que los Hesiquiastas consideran la invocación del Nombre de Jesús como legada por Este a los Apóstoles: «Es así — dice la Centuria de los monjes Calixto e Ignacio — como nuestro misericordioso y bienamado Señor Jesucristo, en el momento en que se acerca a Su Pasión libremente aceptada por nosotros, lo mismo que en el momento en que, después de Su Resurrección, Se muestra visiblemente a los Apóstoles e inclusive cuando se dispone a ascender hacia el Padre… ha legado a los Suyos estas tres cosas (NA: la invocación de Su Nombre, la Paz y el Amor, que corresponden, respectivamente, a la Fe, la Esperanza y la Caridad)… El principio de toda actividad de amor divino es la invocación confiada del Nombre Salvador de Nuestro Señor Jesucristo, como El mismo ha dicho (NA: Juan, 15, 5): Sin Mí no podéis hacer nada… Por la invocación confiada del Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, esperamos firmemente obtener Su Misericordia y la verdadera Vida oculta en El. Ella se asemeja a otro Manantial divino que no se agota jamás (NA: Juan, 4, 14) y que hace brotar estos dones cuando es invocado el Nombre de Nuestro Señor Jesucristo, sin imperfección, en el corazón.» Y citemos todavía este pasaje de una Epístola (NA: Epístola ad monachos) de San Juan Crisóstomo: «Yo he oído decir a los Padres: ‘¿Qué es de ese monje que abandona la regla y la desprecia? El debería, cuando come y bebe, y cuando está sentado o cuando sirve a los otros, o cuando camina o cuando haga lo que haga, invocar sin parar: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí…’ (NA: Esta fórmula se reduce frecuentemente, sobre todo en los espirituales más avanzados en la vía al simple Nombre de Jesús. «El medio más importante de la vida de oración es el Nombre de Dios, invocado en la oración. Los ascetas y todos cuantos llevan una vida de oración, desde los anacoretas de la Tebaida y los hesiquiastas del Monte Athos…, insisten sobre todo en esta importancia del Nombre de Dios. Fuera de los oficios, existe para todos los ortodoxos una regla de oraciones, compuestas de salmos y de diferentes plegarias; para los monjes es mucho más considerable. Pero lo que es más importante en la oración, lo que constituye el corazón mismo de la plegaria, es que es llamada la oración de Jesús: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pobre pecador.» Esta oración repetida cientos de veces, inclusive indefinidamente, constituye el elemento esencial de toda regla de oración monástica; ella puede, si es necesario, reemplazar los Oficios y todas las demás plegarias, porque su valor es universal. La fuerza de esta oración no reside en su contenido, que es simple y claro (NA: es la oración del peajero), sino en el dulcísimo Nombre de Jesús. Los ascetas dan testimonio de que este Nombre reafirma la fuerza de la presencia de Dios. No solamente Dios es invocado por este Nombre, sino que El está ya presente en esta invocación. Se puede afirmar ciertamente de todo Nombre de Dios, pero hay que decirlo sobre todo del nombre divino y humano de Jesús, que es el Nombre propio de Dios y del hombre. En resumen, el Nombre de Jesús, presente en el corazón humano, le comunica la fuerza de la deificación que el Redentor nos ha concedido» (NA: S. Boulgakof, La Ortodoxia). DE LA UNIDAD TRASCENDENTE DE LAS RELIGIONES: VIII



Frithjof Schuon